“¿Oyes el ruidito?”, preguntó Ricardo y aunque giré para que mi oído apuntara hacia la bocina, no oí nada. “Acércate”, pidió. Quería que dejara el sillón y fuera hasta su tornamesa nueva. Sí, tornamesa, tocadiscos, ese aparato que reproduce los viejos LP con que crecimos y que mi amigo trajo a su casa esa misma tarde.
Cuando la noche del martes me dijo “acércate”, vi a su hijita mirar las vueltas del disco de vinilo negro con los impávidos ojos de quien tiene ante sí un extraterrestre. Silenciosa, de pie en la sala observaba el plato al que una púa extraía música.
Hice caso a Ricardo: di tres pasos y me acerqué. De cerca, mi amigo aún contemplaba a la pequeña frente a la insólita prueba de que su papá provenía de un tiempo insondable -otra dimensión cósmica- donde la música nacía con giros plásticos. A la vez, Ricardo me veía concentrado, agachado con la oreja sobre el parlante.
Con ojos cerrados, esperé. Entonces, en medio de una voz que cantaba The carpet crawlers heed their callers (Los que se arrastran por la alfombra oyen a sus llamantes), detecté el “ruidito” –abrigaba la voz de Peter Gabriel que llegaba desde 1974-, esos chasquidos del LP, los invasivos crujidos opacos que en el vinilo no son más que la púa que rasga y brinca los microscópicos accidentes del surco.
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“Ya lo oí”, le avisé. Ricardo sonrió ante el hallazgo compartido. “¿No es una belleza ese ruidito?”, preguntó. Quise entenderlo. Quizá ese sonido era nuestro pasado (niñez, pubertad, juventud, incluyendo todos los afectos de esos tiempos). Y pensé también que la “belleza” del ruidito era como cuando los defectos de quien uno ama no bastan para dejar de seguir amando. Ese ruidito era la maravilla de la imperfección.
Su esposa Laura salió del cuarto, tomamos los boletos, llevamos a la pequeña con su tía para que la cuidara, viajamos bajo la lluvia y llegamos al Foro Sol: un pantano. Inundado, lodoso, repleto de charcos mugrientos y gente empapada. Inmundas jergas, mis calcetines chirriaban a cada paso, gritaban desesperados su ahogo en agua negra. “Mala noche para un concierto”, pensé y subí a las gradas: miles gritaban, cantaban, alzaban los brazos frente a Guns N’ Roses, tronaban las palmas o callaban para admirar a Slash, a su sombrero, sus lentes, sus sobrehumanos dedos que al planear sobre las cuerdas te conducían a algo más salvaje que una travesía narcótica. A su lado: Axl Rose, sentado todo el tiempo pues su pie roto no le daba opción. Cantaba y luchaba para que al menos su torso emulara las contorsiones de anguila que alguna vez causaron espasmos a las mujeres. “Discapacitado, viejo y gordo”, bromeó alguien y miré atento a ese Dios decadente teñido de rubio que con una férula se desvivía en su trono para arrancar hasta el último rumor a lo que le queda de voz. Pese a todo, Laura, Ricardo, yo, las multitudes, caíamos poseídos.
Otra vez, la maravilla de la imperfección.