Tú eres perfecta

Sentí una mano posarse suave sobre mi hombro, con la tibieza propia del gesto de un amigo. Me di vuelta: un hombre de unos 28 años de impecable traje gris, larga nariz recta y lacio pelo castaño me preguntó cortés: “¿Me permitís, flaco?”.

No sé por qué le dije que sí: ¿qué podía permitir yo -un turista en la Avenida Corrientes, de pie en el neurótico ajetreo de Buenos Aires- a ese desconocido? La consecuencia de mi “sí” fue inmediata. El galán argentino se olvidó de mí y volteó hacia la persona con quien yo caminaba esa tarde de 2006. Una chica hermosa: la joven que en ese entonces era mi mujer.

A distancia, sin jamás invadir el espacio, la vio a los ojos y le dijo: “Vos sos, perfecta”. No lo olvido: su máximo exceso fue poner una coma incorrecta en medio de la oración, quizá para estar un momento más ante ella. Sorprendida, mi pareja sólo dijo “gracias” y su boca formó una sonrisa leve, desorientada pero halagada. El hombre concluyó su misión: sin decir una palabra más, en un elegante silencio partió.

Sentí en el pecho el vacío propio de los celos pero no aporté con ningún comentario una partícula de ruido a la escena. Nunca antes había atestiguado un impulso de tal delicadeza –tres palabras- frente a la belleza e, inclusive, por qué no, acaso frente al deseo puramente sexual.

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Justo una década antes de ese episodio, en un aula de la UNAM el profesor Alberto Dallal nos pidió a sus alumnos para los festejos del 10 de mayo de 1996: “Escriban algo sobre su madre. Lo que sea: un cuento, una poesía, un ensayo”.

Yo opté por un recuerdo: mi madre, una mujer divorciada en sus treinta y pocos, un día paseaba junto a mí con una faldita rosa que acentuaba su cadera. En el inicio de aquel texto, yo -un niño de siete años- sufría que en Avenida Coruña los hombres admiraran su cuerpo con lujuria; no obstante, hasta la mitad del relato no había violencia física.

De pronto, todo cambiaba: “Una mano –escribí-, una condenada mano, incluyendo cinco dedos, uñas, una palma y muñeca, se colocó justo ahí, exactamente ahí, no en otra parte. Ahí. ¡Oooh, Diooos! Un alarido me hizo despertar del inconcebible sueño del que parecía ser testigo: la boca de mi madre produjo un sonido estridente, fuera de cualquier categoría fonética. Y la mano persistió, se mantuvo fija y vulgar unos instantes que parecieron horas, hasta que yo, reparando en la terquedad de ese hijo de su… de ese hijo de las tinieblas, decidí volverme dragón. Sí: fuego ardiente se produjo en mi garganta; mi pelo pasó de su condición hirsuta a la innombrable textura de la escama verde; mi lengua (antes dulce elemento utilizado para divulgar mis sueños y mis metas –astronauta y futbolista-) convirtiose en un aspa al rojo vivo, en un fragmento incandescente de odio. Mi voz (antes canto alado de mi lírica imaginación) fue tan solo un desgarro permanente: la orden de mando del bien contra las fuerzas del mal”.

En esa historia aparecida en el número 546 de la Revista de la Universidad de México –el primer texto que publiqué-, el niño dragón “resolvía” así la vejación: “impacté empeine y punta de mi bota ortopédica justo ahí, exactamente ahí, no en otra parte. Ahí. ¡Oooh, Diooos, qué dolor tan graaande!, exclamó la susodicha bestia mientras enconchaba el cuerpo y se acariciaba con sus heréticas garras”.

Frente a la fuerza imponente del #MiPrimerAcoso, imaginé estos días un país donde no es necesario ningún dragón para abatir a las bestias. Donde ante la belleza, los hombres imponemos el imperio del respeto -esta vez a la mexicana- del “tú eres perfecta”, para luego, sin negociación, dar la vuelta y partir en absoluto y elegante silencio.