“Así que fue este tipo”, pensé cuando las redes explotaban con el nombre del personaje que le bajó los calzones a la periodista Andrea Noel en la Condesa. No conocía a Andoni Echave, pero, claro, yo también quería verle la cara a la bestia.
Y entonces revisé Twitter: el conductor no sufría simples ataques; a la vista de todos, mareas humanas lo descuartizaban. Miré con los ojos bien abiertos a ese famoso al que Andrea acusaba (y al que le pedía dinero y disculpas públicas) y, aunque en mi sillón de magistrado no tuitié nada, injurié hacia mis adentros a la estrella de Master Troll, di un golpe mental con mi martillo de juez y sentencié: culpable.
Ya sólo faltaba que el juez de verdad dictara sentencia, que debía ser larga y dolorosa.
Desde luego, las desgracias de las mujeres en México son infinitas y es natural que la perturbación causada por el acoso nuble en algún momento la prudencia. Pero aún me pregunto cómo Andrea vio lo que no era, y cómo es que apresuró tanto el deseo de justicia… o de venganza (que no creo que sea lo mismo, pero que quizá sí).
Lo de ella, sin embargo, era comprensible: la furia puede cegar.
Y Andrea, en todo caso, era un hada junto a los otros: ¡Andoni, hijo de tu &%$#””$&/&$#$)=%, hiciste eso, y no pararemos de publicar mucho el asco que despiertas, pero mucho-mucho!
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Las redes sociales nos han amalgamado a los individuos, antes únicos e irrepetibles, en un animal amorfo, una especie de Jabba the Hutt hecho de monstruitos diminutos que engendran una sola y horrible voz, un solo y penoso criterio, una sola verdad pútrida. Y una sola verdad cuyo contenido no importa, faltaba más: es verdad porque lo digo yo, porque lo dicen Twitter y Facebook, porque lo decimos toda esa suma de seres que desconozco pero que son mis seguidores y amig@ s –me autorizan y los autorizo- con quienes comparto el interés de pulverizar a la víctima de esta tarde.
Y entonces lo que las redes dicen es un axioma venerado por sus autores aunque en realidad no sea más que una baba luminosa de letras y emoticones.
Ojalá el eco de nuestros 140 caracteres se disolviera en el espacio. No: nuestra voz colectiva en redes, el coro de la imbecilidad, son nocivos como arsénico. A los culpables que no lo son se les tornará un infierno la calle, la familia, la vida de pareja, el sostén, el trabajo y estarán señalados por siempre con un dedo flamígero que desnuda, toquetea y exhibe; un dedo que se burla, imputa y viola.
Andoni podría ser un santo, pero de aquí al 2041 escribiremos en Google Andoni Echave y su nombre estará unido a “acosador”, “calzones”, “acoso”. Su vida arruinada aunque a nadie le constaba nada. Cadena perpetua al conductor.
En la condena por redes a cualquier “culpable” cuyo delito aún no ha sido probado, quien teclea está a un tuit de volverse, él mismo, acosador. Como el peor.