No recibí la primavera con cerezos en flor, ni con el aire tibio que mejora los amaneceres. En cambio, la recibí con los calendarios de la Liga Española y la Champions en la pantalla de mi PC. Sí, un domingo decidí señalar en mi agenda los cierres de esos torneos para tener certeza de fechas y horarios de todos los partidos que jugaría Messi, ya recuperado de su lesión.
Los quería ver todos. Me sorprendí marcando mis días con los partidos del Barça ante Getafe, Villarreal o Espanyol. Me atacaba un sentido del deber: creía que faltar a uno de sus duelos contra el equipo que sea, así fuera el Limassol de Chipre, era irresponsable y egoísta. Como si Regina Spektor decidiera cantar y tocar su piano en mi calle una noche por semana y yo prefiriera quedarme en casa, tapadito bajo mis cobijas: ella y su arte sublime a unos metros pero, lástima, justo a mi inviolable hora de dormir. Qué vergüenza.
Por eso no podía dormirme si Messi jugaba. Sus partidos llenan la mente de belleza y ante eso -en un mundo destripado por el horror- hay una sola forma de agradecer: verlo. No es obligación sentir la playera del Barcelona ni ser argentino y ni siquiera futbolero: cuando en 2003 llegó a nuestros ojos ese chico tímido y silencioso asistimos a una especie de parto planetario. Messi es una suerte de hijo de todos, un hijo consentido del planeta Tierra que cada semana nos regala algo. Una pirueta, un gol, un dribling donde el ingenio, la plástica y la inteligencia unidas nos van colmando el alma de asombro y entonces, frente a la TV, vamos saltando de un sobresalto a otro. Y ya no sabemos ni cómo llamarlo: inmensamente opulenta, la lengua española se empobrece ante la maravilla y su única salida es incurrir en lugares comunes: Messías, genio, monstruo, palabras finitas que jamás esbozarán la infinitud de su magia aunque se repitan un millón de veces.
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Claro que no es el único prodigio humano, pero la extraña cualidad de su brillo individual es que siempre está para alumbrar a los otros: su opción es el otro, el compañero. No se observa compulsivamente en las pantallas gigantes del estadio, no se adorna en la compañía de supermodelos, no se peina con escuadra ni se llena el pelo de gel para quedar impecable tras un cabezazo, no se exhibe con autos multimillonarios. Siempre siendo él, Lionel Messi en estado silvestre, desmiente incluso el horrible estereotipo del argentino soberbio y sobrado que, como contaba un chiste, salía a la calle en plena tormenta eléctrica porque con sus flashes Dios lo estaba fotografiando
Con su deslumbrante humildad multicolor, Messi es argentino.
Para Lionel es preferible asistir, rescatar, encaminar, proteger, orientar a los que están trabajando junto a él, a los que defienden un ideal compartido, que sabotear la naturaleza colectiva de su deporte para alzarse emperador. Messi trabaja con ardor esos y otros actos humanitarios (que sobrepasan los futbolístico y se acercan a lo que debería ser la vida) para que sus compañeros sean mejores y a la vez sonrían. Y también sonriamos nosotros, todo aquel que lo vea una vez por semana. Algo muy bueno debió inocular en los seres humanos para que las lágrimas del jugador que perdió las cuatro finales de su Selección se volvieran, tras el partido ante Chile, las lágrimas del planeta.
El Hijo de la Tierra nos ha dado tanto que sólo queríamos verlo feliz.