Enrique Peña bajó del templete antes que los otros dos presidentes y advirtió que Obama y Trudeau se quedaron arriba hablando. Entonces subió raudo tres escalones con saltitos de niño despechado, en un triste ruego de amor, pepenando sobras de cariño aunque sus cuates le hubieran dicho: “Vete, Quique, ya no eres nuestro amigo”.
Le puse play al video cruelmente divulgado por Presidencia unas ocho veces: era delicioso verlo (sobre todo, volverlo a ver) humillándose en esa ascensión desesperada y luego contemplar su incomodísima parálisis en los segundos en que los mandatarios de Estados Unidos y Canadá hablaban y señalaban algo sin invitarlo a su charla, que ni siquiera era trascendental. Si la plática de ambos hubiese sido un debate sobre la expulsión de los migrantes ilegales, habríamos dicho aplaudiendo: ¡Bien, Quique, qué güevos: subiste rápido a decirles, “No, cabrones, yo aquí me les meto para hablar de esto que duele a mi patria”!
Pero no, hablaban de algo tan insulso para el destino de México y sus dramas como el precioso parlamento de Ottawa o el paisaje que lo rodea.
Al final, pobre, el mexicano estiró su bracito y les comentó algo. Al menos Trudeau le respondió.
Atacado por el mórbido placer de ver a nuestro Presidente chiquito y más chiquito y aún más chiquitito hasta volverse el Chapulín Colorado tras comer pastillas de chiquitolina, ya serio me pregunté: ¿Por qué subió? ¿Por qué no se quedó lejos como el amante herido que en el peor sufrimiento es capaz de conservar su dignidad?
Se me ocurrieron dos razones.
1) Creyó que mostraría su importancia saliendo en la foto junto a ambos.
2) Le fue insoportable descubrirse solo = marginado, humillado.
Quizá subiendo al templete sació unos segundos algo de esas necesidades, pero las consecuencias de sus brinquitos (que mandaron al mundo el mensaje de “déjenme ser su amigo, ¿sí?” ) fueron demoledoras: su ascenso ansioso será una página de oro en la Historia Universal del Ridículo.
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Si hace tres años 19 millones de mexicanos lo votaron fue, en gran parte, porque Peña sería el presidente de las formas y en nuestro país eso enamora más que los fondos: qué elegantes trajes, qué propio su hablar, qué bonita esposa, qué guapo, qué respetuoso y -quizá más que nada-, qué gentiles modos.
Peña Nieto era un maestro en la kinésica, el lenguaje corporal. Pero se nos fue derrumbando y ya de eso ni residuos quedan. Hoy se sobaja a sí mismo usando para sabotearse el mundo de la apariencia del que era emperador.
Antes de escribir esta columna rescaté de un estante un fantástico libro que me dejaron en la Prepa: “La Comunicación No Verbal”, de Flora Davis, una ardua investigación sobre lo que el cuerpo dice sin hablar. Unas líneas que analizan a “los demagogos e individuos capaces de mentir de manera convincente” con su cuerpo y sus gestos los refiere así: “Puede ser que ahora se vuelvan todavía más persuasivos, más hábiles en el arte de proyectar una imagen falsa; pero al mismo tiempo, si el público también es más capaz de captar las señales no verbales, los éxitos del demagogo no serían muchos ni muy duraderos”.
Ellos seguirán recurriendo al perverso, seductor y, ya vemos, vacío dogma de las formas. Ojalá que para nosotros, los millones del “público” que alude la autora del libro, los pasitos presurosos de Peña en los escalones sean suficiente escarnio.