Peña Nieto alargó su dedo índice como ha hecho su linaje tricolor desde tiempos arcaicos, y señaló a su tocayo Enrique Ochoa –un desconocido para casi todos– como nuevo patrón del PRI. Intrigado, busqué la cara del personaje: quizá la memoria me traía algún recuerdo del que sería nuevo presidente de ese partido, máxima institución responsable de construir el país que somos.
Pelo ensortijado, porte juvenil, desgarbado y hasta con agradables toques de desaliño. No me traía referencia alguna y tampoco a ese ente difuso, la opinión pública, que clamó algo como “¡El tal Ochoa no es priista, es un impostor!”.
Las razones para pensar que el exdirector de la Comisión Federal de Electricidad era un impostor eran dos. Una, al parecer no había sido militante del PRI antes de 2014, traba legal para dirigir al partido. Y dos, más abstracta e ideológica, era que hasta el día de hoy se lo considera un sujeto honesto, recto, incólume, y muchos sinónimos más del mismo talante que los estatutos del PRI (me refiero a los tácitos) prohíben para quien pretenda conducir al tricolor.
Pero en México el pasado ataca a los sueños sin misericordia, como el aplanador con que el rabioso carnicero aporrea al corte hasta volverlo bisteces.
Como lo de honesto no valía la pena refutarlo, Ochoa probó que sí era integrante del PRI. Y lo hizo tuiteando la credencial que el CEN del partido le entregó en 1991 –cuando era adolescente– firmada por Colosio, con la que lo volvió “miembro activo”.
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El portal Animal Político indagó y halló lo siguiente: Ochoa fue consejero electoral del Distrito 21 en el DF en las elecciones federales de 1997. Para que su actuación neutra fuera una garantía, los consejeros no debían tener filiación partidista. Ochoa la ocultó.
Y luego, de 2009 a 2011 fue Director del Centro de Capacitación Judicial Electoral del TEPJF, cuya misión se define así: “Somos el órgano (…) que contribuye a mejorar la impartición de la justicia electoral y a fortalecer la democracia”. Sí, un miembro del PRI capacitó a los jueces electorales. Desde luego, como el historial de ese partido es más puro que la Madre Teresa de Calcuta, es indigno pensar que Ochoa pudo insuflarles un sesgo político.
Lo imperdonable es que al ocupar esa dirección, Ochoa no dijo nada sobre su militancia en el PRI. Con silencio escondió su grupo sanguíneo de tres colores.
Hoy, luego de que por años ocultó su filiación, muestra feliz su credencial, dice que está “orgulloso” de ser priista, aclara que sería el “mayor honor” de su vida ser presidente del PRI, en gratitud le saca las botas a su jefe y las acerca a su propia lengua al decir que Peña Nieto es “el mayor activo” de ese partido. Precioso catálogo de formas priistas.
Ciro Gómez, al analizar ayer en su columna la misteriosa llegada de Ochoa, lo definió como “un priista que no huele a PRI”.
Difiero: la conducta del joven Ochoa emite un insoportable tufo del viejo PRI.