Los papelitos mojados que los popotes proyectaban cual bazukas de bolsillo, las risotadas, las burlas y los ligues se detenían de golpe, como si sus dedos empujando la puerta fueran un wong que anunciaba en ese salón de la UNAM el inicio de una ceremonia religiosa. Entonces el maestro volteaba: sus ojos diminutos estudiaban con densidad de sabio al salón repleto.
Roberto Fernández Iglesias no veía, sino trepanaba a sus 60 alumnos. Nos iba escrutando las conciencias con su mirada fría y sin cerrar la boca.
Sí, en el trayecto desde la entrada a su escritorio su mandíbula caía como si fuera de plomo, y por eso uno podía creer que estaba por decir algo. No. Su boca se abría porque sus pulmones rogaban atraer el oxígeno que su enorme cuerpo había dilapidado al subir las escaleras de la facultad.
Por cada respiración, un jadeo ahogado.
Pero Roberto, un maduro escritor, también abría la boca para hablar. Lo hacía de forma pausada por su delicada condición física pero también porque valoraba cada palabra como si en el mundo escasearan y hubiera que aprovecharlas, ahorrarlas, justificarlas amorosamente.
Roberto luchaba para que en cada clase valoráramos los modos que tienen los seres humanos para expresarse, con la palabra a la vanguardia.
Será por eso que a su gran misión como maestro de Lingüística la sustentaba con una máxima: “El lenguaje es la única forma de ser del pensamiento”. Repetía la frase de tanto en tanto para que jamás subestimáramos el alcance que en cualquier rincón del mundo tiene la palabra que se dice y escribe. Al pronunciar “El lenguaje es la única forma de ser del pensamiento”, el maestro nos quería enseñar que quien con el lenguaje no expresa bien lo que piensa no está pensando bien, o por lo menos nadie tendrá modo de saber que está pensando bien o incluso que ese que emite un mensaje siquiera está pensando. También nos quería decir que si con el lenguaje expresamos algo, ese algo es nosotros: somos lo que expresa nuestro lenguaje, que podría ser no verbal, pero también lo que escribimos y decimos.
Si a través del lenguaje alguien emite ideas atinadas ese alguien podría estar demostrando su inteligencia. Pero si a través del lenguaje alguien emite sandeces o infamias ese alguien podría ser un tarado o un infame.
Y algo más, muy importante: si pese a contar con el lenguaje alguien piensa algo pero prefiere no decirlo, ese alguien podría ser un cobarde. También somos lo que no nos atrevemos o no queremos decir.
Presidente Peña Nieto: somos lo que pensamos y comunicamos.
Cuando Peña le dijo a Trump “estás invitado a México” no sólo abrió nuestro país al peor y más primitivo enemigo, sino que con esas cuatro palabras aplaudió e impulsó el odio racista: no hay modo de dialogar con quien te aborrece por tu color de piel, tu origen étnico o tus hábitos culturales.
El presidente no le dijo en público a Trump que México lucharía por todos los medios para que no se alzara el muro. Con esa omisión Peña Nieto le dijo a Trump que el pueblo y el gobierno mexicanos eran débiles para combatir algo que, es cierto, no atañe a nuestras fronteras físicas (el muro se levantaría del otro lado) pero que pertenece a nuestras fronteras humanas.
En una misma omisión de lenguaje, Peña probó su cobardía y nos subestimó.
LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE ANÍBAL SANTIAGO: EL REY DE LA LIBERTAD
Cuando el Presidente evitó decirle en público que México no pagará el muro pese a que Trump en su cara le reafirmó en la misma rueda de prensa que lo alzará (y del que ya había asegurado que pagaremos), con las omisiones de su lenguaje Peña reafirmó su cobardía, disfrazada de diplomacia.
Cuando el Presidente nos dijo que las humillaciones que Trump vomita a los mexicanos eran “malinterpretaciones”, encubrió, abrazó, avaló al señor que tenía al lado. Peña no le dijo al monstruo racista que sus dichos degradantes eran una declaración de guerra para los mexicanos. Prefirió decir que nosotros, sus gobernados, no sabíamos descifrar el verdadero sentido de las palabras del rubio candidato: que somos narcos, violadores y otras escorias.
Con su lenguaje, Peña Nieto —quien se autocalifica como nuestro “protector”— volvió a humillarnos después de que por meses Trump lo hiciera. Tan tarados los mexicanos que no entendemos nada.
Con lo que el Presidente ha dicho y evitado decir, nos informa que nos desprecia y que para ejercer su cargo su gran valor es la cobardía.
Si, como dijo aquel profesor, el lenguaje es la única forma de ser del pensamiento, el lenguaje de Peña Nieto nos está entregando un mensaje urgente: “no existe razón alguna para que yo siga siendo su presidente”.