Era la guarida del mal. Atrás de sus ventanitas negras se ocultaban los agentes secretos del imperio que urdían planes para que al mundo lo dominaran los déspotas genocidas como Efraín Ríos Montt; los generales del capitalismo que invadían con aéreas ráfagas de plomo la inofensiva isla de Granada y que habían dejado millones de muertos en Vietnam, Laos y Camboya, y también ahí se ocultaban los diplomáticos enviados por el presidente Reagan que celebraban con champán que a México lo gobernara un Partido Revolucionario Institucional que se restregaba la Revolución por lo más inmundo de su cuerpo.
Debajo de esa guarida del mal, la Embajada de Estados Unidos —que se alzaba en Paseo de la Reforma con su lienzo de franjas y estrellas en lo alto—, estábamos nosotros. Mamá, yo con mis nueve años y la multitud con banderas rojas lacradas con la hoz y el martillo, puños izquierdos hacia el cielo y un cantito que se elevaba por los aires de la colonia Cuauhtémoc para luego expandirse por la Ciudad de México y alcanzar mares, selvas, estepas, ciudades y pueblos (las entrañas del mundo, vamos) de todas las latitudes, y que iba exactamente así: “¡Fi-del, Fi-del, qué tiene Fi-del, que todos los yanquis no pueden con él!”.
Las juventudes comunistas mexicanas alzaban su voz en ese 1983, y al exclamar “Fi-del” propulsaban sus cuerdas vocales en la letra “e”, como si ese estallido fonético que durante la marcha se repetía por horas fuera la metralla con que cambiaríamos al mundo y que nombraba a un estandarte, un monumento viviente de traje militar, barba descuidada, cerebro de brillo estrujante, ojos chiquitos y asfixiada voz guerrera. Los rasgos que conformaban a mi superhéroe. ¿Para qué podía querer a Flash Gordon, Linterna Verde o Batman si contra sus musculosas figuras imaginarias Fidel sí existía?; existía y hablaba a la gente y le pedía luchar en Cuba y el mundo entero por el elemental afán humanitario de la justicia, y además nadie, ni el ejército más poderoso ni la CIA podían desaparecerlo del globo terráqueo.
Como por las gracias de mi superhéroe verde olivo la isla del Caribe no tenía analfabetos, ni hambre, y la salud para todos estaba asegurada, es decir, por Fidel los cubanos vivían en el paraíso, mi mente infantil llevaba a mi ídolo a todas partes. A todas, incluido el departamento de un arquero profesional del que mi papá se hizo amigo. “Vamos a cenar a casa de Néstor Verderi”, me avisó un día, así, de golpe. Mi corazón atlantista galopó aunque visitáramos a un futbolista del indeseable América y, a poco de entrar a su penthouse por los rumbos de la Guadalupe Inn, el gentil arquero me pidió acompañarlo a su sala de videos. Tomó un videocasete, lo metió al reproductor, repasamos juntos sus mejores atajadas y con generosa paciencia me confió sus secretos de guardameta. Yo lo oía como se oye a un oráculo. ¡Centellas, cometas, galaxias! No soñaba: me estaba haciendo amigo de un jugador profesional.
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Pero el mundo no es rosa y, como dijo mi abuelo, “no existe la felicidad sino momentos felices”. Concluyó la comida y en la sobremesa de café y galletitas mi papá y Verderi pasaron del futbol a la política, y las alianzas de paz entre potros y águilas empezaron a evaporarse. De lado de mi sangre el remate al arco iba así: Fidel = salud, educación, vivienda, alimentación. El portero atajó así el balón: Fidel = pueblo sin libertad. Contrarremate: el país que gobierna Fidel vive con más dignidad que cualquier otro pueblo “libre” de Latinoamérica. Y entonces un nuevo lance de Verderi hacia el ángulo: la gente no puede salir de su país ni votar libremente a alguien que no sea Fidel ni pensar con autonomía sin que la repriman.
Ya por esos días de los ‘80 el debate ahí y casi en cualquier rincón del mundo se reducía a un naif pero ineludible: Fidel Malo Vs. Fidel Bueno.
Entrada la noche Verderi finiquitó el encuentro lanzando a mi padre un lapidario: “Así que sos zurdo, Héctor”, que era lo mismo que decirle “así que resultaste comunista”. Papá asintió. Lo siguiente fue tomar hacia la puerta y salir. Alguna vez le pregunté a papá si volveríamos a ver a Verderi. Su respuesta fue: “Él no soportó que yo fuera zurdo”. Adiós a mi amigo arquero.
Hoy que Fidel se ha ido pienso en todo lo que el pueblo cubano logró ser por obra de Fidel, y en todo lo que el pueblo cubano no logró ser porque él no entendió que la disidencia es componente natural del hombre y porque se instaló a perpetuidad en el poder. Si el sistema que creó era tan perfecto, parte de su perfección era incluir a los discrepantes (y no encarcelarlos) y, desde luego, un día prescindir de él mismo, su creador.
Fidel no supo irse a tiempo y por eso desde el viernes se quedó en mi memoria como un ser asombroso. Yo quería que fuera mi superhéroe de todos los tiempos.