Quería entrar ahí: a esa soledad de rectángulos de tierra con pedruscos, basura, porterías ajadas por el óxido, difusas líneas de cal.
Pero no quería jugadores: ni uno. No buscaba que el lente de Deporte Inaudito captara caras empolvadas, rodillas raspadas, botines rancios de suelas abiertas, melenas sudorosas entre tolvaneras, arqueros que con sus vuelos hacen flotar sus panzas poderosas como planetas de carne.
“Vamos a los campos llaneros entre semana, cuando no hay partido, a ver qué hay”, propuse. En realidad, cuando las cámaras, tripiés y micrófonos viajaban rumbo al oriente del Valle de México, en ese “a ver qué hay” no contemplaba el azar. Juraba que veríamos al pintacanchas con su bote de cal, al barrendero, la vendedora de balones que cuenta las áridas horas hasta el fin de semana, un perro flaco que olisquea las naranjas chupadas del medio tiempo.
Personajes pintorescos. Sólo eso, suficiente para los tres minutos dominicales en el programa Adrenalina. Y llegamos al pie de Cabeza de Juárez. Gorrita de cholo, el adolescente pintor de rótulos Alexis Bermúdez contestó qué ocurre cuando no hay fut en las decenas de solitarias canchas del Deportivo Cuitláhuac que nos rodeaban. Apretujó el rostro como atacado por la náusea y recordó la aparición de un cadáver quemado y descuartizado. “Se hizo un relajote porque hasta el helicóptero andaba por aquí. Vinieron las ambulancias, la SEMEFO”, recapituló sobre un 11 de noviembre de 2009 que la revista Proceso sintetizó así: “Encuentran a decapitado en coladera de parque deportivo del DF”.
“Un muerto en un campo de futbol”, pensé, y en ese “un muerto” quise quitarle peso al destino de un hombre: abandonado en un lugar para reír, divertirse, jugar, pero uno. Nada más.
Y entonces, al rato estábamos en uno de los campos del Bordo de Xochiaca. Un limpiavidrios de edificios que vagaba por ahí relató un gol de chilena que nunca olvidará y luego, cuando tuvo que contar lo que sucede en el espacio entre esas porterías en los momentos en que la pelota no gira, recordó lo que un día ahí encontró: “Dos muertos”, soltó Javier Cabral y señaló los dos puntos del hallazgo: “Abajo del puente” y “En medio del campo”.
Los muertos en campos llaneros sumaban tres apenas en los primeros dos deportivos populares a los que íbamos.
De pronto, corrí: un hombre en una gruesa chamarra roja, encapuchado, caminaba en medio de una cancha con paso de vagabundo. Lo alcancé. “Morrison” aceptó hablar ante la cámara: a punto de colgarle el micrófono Lavalier vi que en su mano izquierda repleta de costras de mugre había una estopa con solvente que llevó a su nariz. Le pedí que en la entrevista la soltara para que no se viera a cámara. “No”, respondió tajante, molesto porque le sugería modificar el estado en que quería permanecer.
Lentamente, Morrison se fue y llegó ante la cámara el jubilado Heriberto Olivares: “Muchos están tomando cemento, están drogados”, apuntó sobre los llanos entre semana, a los que Karen Montserrat -cocinera que descansaba sobre la línea lateral de una cancha- terminó de dibujar así: “se vienen a drogar, ya es algo común”.
Los adictos, cada vez más presentes en nuestro país, son “comunes”. Y la población los acepta. En los llanos de nuestras ciudades, como en las calles, la gente entiende a los adictos como enfermos y, por lo tanto, admite que anden entre nosotros y hagan su vida. Eso es inteligencia.
LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE ANÍBAL SANTIAGO: ENTREGO MI PLUMA, ME BAJO LOS PANTALONES
El domingo, el mismo día en que la cápsula salía al aire, La Jornada publicó una nota sorprendente: “El gobierno de Cárdenas asumió la venta de drogas para combatir al narcotráfico”. El periodista Gustavo Castillo hurgó en el Diario Oficial del 17 de febrero de 1940 y descubrió que la administración de Lázaro Cárdenas controló por unos meses la venta —con receta médica— de mariguana, opio, morfina, codeína, heroína y cocaína a los adictos, a quienes consideraba “enfermos”. Aquella publicación gubernamental aceptaba la incapacidad del gobierno para curar a los enfermos y justificaba de este modo el monopolio estatal de la droga: “(…) por falta de recursos económicos del Estado no ha sido posible hasta la fecha, según procedimientos curativos adecuados con todo los toxicómanos, ya que no ha sido factible establecer el suficiente número de hospitales que se requieren para su tratamiento (…) el único resultado (de la prohibición) ha sido la del encarecimiento excesivo de las drogas y hacen que por esa circunstancia obtengan grandes provechos los traficantes”. 76 años después, nuestros gobiernos piensan lo que se pensaba antes de Cárdenas: los adictos son delincuentes y los traficantes son delincuentes. Y a estos últimos, ¿cómo se los combate? Con soldados, que en 2007, al inicio de la guerra contra el narco, eran 45 mil. Para este 2016, pese a que alcanzan los 122 mil, el luto se expande.
El decenio de esta guerra suma 173 mil personas asesinadas y decenas de miles de desaparecidos. El secretario de la Defensa, Salvador Cienfuegos, ya ruega una tregua: los militares “no estamos para perseguir delincuentes”, pero el presidente Peña le responde: “las Fuerzas Armadas continuarán en labores seguridad para los mexicanos”. Eso no es inteligencia.
Su “seguridad” son multiplicar las balas, que han probado no ser madre de la paz. Como dijo el más grande científico de la historia: “Locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”.
Mientras tanto, los adictos y los muertos se reproducen por miles en calles, plazas y hasta canchas de futbol: tierra de nuestro desamparo.
Sigamos haciendo lo mismo.