El nuevo zar del universo

Opinión

Su índice señalaba el cielo con el puño tieso hasta botar los tendones, las piernas se encajaban como pilastras en el suelo, la corbata volaba agitada hacia el frente, la mano derecha sostenía el revólver.

Pude no ver la cara del asesino y habría adivinado su odio.

Pero esa cara era una catástrofe universal: boca abierta exhalando un grito, ceño vuelto un acordeón de piel, mejillas tensas y hundidas. Y una mirada que destilaba odio, más aún, abominación, dirigida a un punto incierto pues su desprecio, amplio y genérico, no apuntaba al embajador ruso en Turquía, Andréi Karlov, a quien segundos antes había disparado y que yacía vuelto cadáver a sus pies, sino a lo que ese hombre en vida representaba.

En la escalofriante foto de AP había más: apoyadas en el piso, las gafas del diplomático despedidas en la caída agónica, y sobre el muro posterior varias fotos de la exposición que el embajador inauguraba en Ankara: un jinete en una pradera entre dos casas campestres; un pueblito sobre una colina; una torre bajo un cielo de belleza renacentista. Tres pequeños paraísos rusos, seguramente, muy distintos al mundo de hoy, donde una ciudad llamada Alepo evoca las ruinas en que los nazis volvieron Varsovia en 1939 (con niños que lloraban sobre montañas de escombros); el mismo mundo donde un impecable joven de traje balea a un político a la vista de cámaras que casi transmiten en vivo el homicidio.

Acaba 2016 y asistimos a escenarios delirantes dominados por seres igual de delirantes: lo mismo un pistolero turco, que Trump o Putin.

Firme con la pistola entre sus manos dentro de la galería del barrio de Cankaya, el verdugo exclamó: “¡Matan a inocentes en Alepo y Siria!”.

Es cierto, Rusia respalda al gobierno genocida del presidente Bashar al-Ásad.

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Terminé de ver la foto y recordé mi entrada a un salón de la embajada de Ucrania en México un día de abril pasado. Quería que el embajador Ruslán Spirin, testigo del accidente de Chernóbil, me relatara esos días de luto de hace 30 años, cuando su país pertenecía a la Unión Soviética.

La entrevista fue un forcejeo: yo pedía episodios cotidianos de aquella hecatombe nuclear y el torcía sus palabras al presente, que tenía un protagonista: Rusia. “se le traba el gesto cada vez que Rusia se vuelve tema. Y se vuelve tema a cada minuto”, escribí.

Empeñado en publicar en Newsweek en Español la historia de un ucraniano en Chernóbil y no reflexiones de política internacional, pregunté, “¿Quiénes son los culpables de ese desastre?”.

“El gobierno de la Unión Soviética, que hoy es igual al gobierno de Rusia —insistió—. Quince repúblicas soviéticas eran esclavas de Moscú”.

-¿Rusia mantiene ese espíritu?

-Desde el colapso de la URSS –respondió-, Rusia sigue una política imperialista: quieren recuperar a sus esclavos, ser el zar del universo, tragarse al mundo. Pero como es imposible tragarse todo, muerden como perros a sus vecinos: primero ocuparon con soldados las regiones de Moldavia y Transnistria. Luego Nagorno Karabaj en Azerbaiyán. En 2008 metieron aviación y tanques a Georgia. Después nos tocó a Ucrania, al ocupar la Península de Crimea pese a que la comunidad internacional rechazaba desde la ONU que Rusia se las anexara. Y ahora hay tropas rusas en Lugansk y Donetsk. Todo eso afecta hoy tanto como entonces afectó la explosión (nuclear): a las autoridades (del gobierno de Vladímir Putin), ni entonces ni ahora la gente les importa-, expuso.

En un planeta donde la ONU actúa ante la catástrofes humanitarias con lentitud criminal (deliberada o no), el “zar del universo” ha crecido a niveles inimaginables, alimenta con vehemencia y amor a aberraciones como Trump, de rebote nos manda un mensaje de odio a los mexicanos (“el amigo de tu enemigo es tu enemigo”) y pare monstruos como el asesino de Turquía que hacen el también deleznable trabajo hormiga de ir despedazando rivales a tiros.

El terror grande engendra al chico y entonces, aunque es 2016 y no el inicio de la Segunda Guerra Mundial, la imagen es sólo una: muertos y deudos llorando frente a sus ruinas.

Como dijo el embajador Ruslán: alguien quiere recuperar a sus esclavos.