En Bodega Aurrera Los Pinos un joven de gorrita corre en la oscuridad: en su mano izquierda hay una pantalla. En FAMSA Luis Donaldo Colosio un sujeto de bermudas sale a prisa de la tienda y se escabulle rodeado por gritos de sus paisanos regios con algo sobre sus hombros: una pantalla. Cerca, alguien delgado y bajito, superado por el peso de lo que acarrea resbala frente a las cajas; pese a que sus huesos deben crujir se incorpora sin soltar el rectángulo que carga. ¿Qué es? Una pantalla.
En Bodega Aurrera Las Torres un hombre en la vereda escapa asustado por las sirenas y el gentío que suelta alaridos, mientras afianza algo en una calle poblana: una pantalla. Y en Coppel Cuautepec, aunque la voz del video se divierte diciendo “¡ese güey sacó una plancha!”, en plena calle otro hombre carga un enorme objeto: también una pantalla.
Pantallas, pantallas, pantallas. Por cientos, acaso miles, esfumadas de las tiendas antes que cualquier otra cosa desde el gasolinazo.
Y entonces, la clase política y sus comparsas, buenos para condenar el delincuencial alzamiento social pero malos para interpretarlo, claman indignados: no es hambre lo que los saqueadores sufren; si así lo fuera robarían un kilo de papas, cuatro paquetes de sopa de letras y dos litros de Nutrileche, y no algo tan frívolo y suntuario como una pantalla plana.
¿Por qué una pantalla y no una canasta básica? Hagamos ecuaciones. Una pantalla plana sobre una báscula puede pesar lo que cinco kilos de papas pero vale lo que 235 kilos de papas. Una pantalla plana puede venderse a buen precio al vecino, en el tianguis y, por si fuera poco, si te la quedas experimentarás realidades paralelas: por un momento dejarás de ser ambulante de Chimalhuacán, esclava sexual de Ecatepec, obrero de Tlalnepantla, barrendera de Juchitán, para sentirte dentro de Breaking Bad, Juego de Tronos, Stranger Things, Los Soprano y si no andas de suerte Andrea Legarreta en Hoy. Algo es algo.
Los pobres son pobres, pero no tontos: desde niños han visto los saqueos, perversamente sistemáticos, cínicamente metódicos, cruelmente descarados, de la pirámide política a la que por desgracia sostiene con sus aportes económicos: desde funcionarios municipales que para autorizar negocios con empresarios que dotan bienes y servicios exigen moches (“dame una lana o no nos vendes nada”), hasta presidentes de la nación que acuerdan con empresas con contrato de obra pública la construcción de blancas mansiones para uso particular.
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Y todo ese dinero nuestro, robado siempre a cada mexicano desde que nace hasta que muere, ¿a dónde va? Casas en Miami, casinos, servicios sexuales, botellas Moët & Chandon, aviones privados, guaruras, camionetas, ranchos, relojes o, hace sólo unos días, unos 1500 bonos por cerca de 250 millones de pesos que los diputados federales se adjudicaron por Navidad. Todo sostenido, pesito a peso, con lo que le aporta con sus impuestos, el pago de servicios públicos y su trabajo, justamente el ambulante de Chimalhuacán, la esclava sexual de Ecatepec, el obrero de Tlanepantla, la barrendera de Juchitán.
¿Y ahora?: ¡estos saqueadores no lo hacen por hambre, roban objetos suntuarios!, se enfurecen los que comen bien, visten bien, beben bien, compran bien y viajan bien gracias a que actúan mal. “Condenan partidos y diputados actos vandálicos”, tituló un diario hace unos días. Jua-jua-jua. Aunque usted no lo crea: sí, en México hay políticos que condenan el vandalismo. Como dijo un dicho: el muerto se asusta del degollado.
Desde que tenemos memoria los de arriba han robado. Idearon un modelo de vida y ascenso basado en el saqueo, dieron forma a una universidad del mal donde si no le arrebatas al otro lo suyo no subsistes. Crearon una escuela del robo y ahora sus alumnos, ciudadanos promedio, ya vueltos delincuentes (aunque pequeñitos) les dicen a los de arriba: si tú no vas a dejar de robar, no serás el único que robe. Y si tú compraste un departamento en Miami, yo no robaré un kilo de papas.
La vandálica insurrección nacional tiene un nombre: pantallas planas.