El teléfono sonó a media mañana y vi sus cortitos pasos apurados del comedor a mi cuarto. Después del “holaaa” se hizo un silencio. Auricular al oído, mi pequeña hija escuchaba atenta, concentrada, como si recibiera instrucciones para afrontar algún suceso inusual, apremiante, ineludible.
Colgó, dio una zancada de vuelta a la mesa y apurada comenzó a encajar el tenedor en su pastel de chocolate a desconcertante ritmo. No era su masa, bastante seca; ni su cubierta de chocolate, bastante dura.
-¿Qué pasa?-, le dije en el desayuno frente a la taza de café.
-Me tengo que apurar, ya viene a buscarme mi ma’.
-¿Van a pasear?
-Voy a la marcha, papá, ya va a empezar-, respondió la nena de nueve años a su padre desmarchador.
Mis razones, creo, deben ser las de tantos que optan por enterarse desde casa que las mareas estás ocupando la calle: en México la vocación marchadora no despierta a la justicia, ni hunde a los culpables en prisión, ni esas largas caminatas con arengas bajo el sol llenan los oídos y cimbran la conciencia de los defensores del sistema. Sólo percibo gritos desesperados en el vacío.
En síntesis, ese era mi dogma. Y por eso, supongo, en ese instante de la mañana mi mente había borrado la marcha que en el centro de la ciudad iniciaría en un rato.
-¿Cuál marcha?-, le pregunté.
-La marcha contra Trump -respondió seria, con los ojos entrecerrados como si los moldeara el peso de la conciencia pero bien puesta su blusa rosa con estampado de muñequita que baila sonriente una canción de pop: ¿una niña con gustos de niña atraída por asuntos de adultos? No comprendía su interés. “Voy a ir con mi mami”, explicó.
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-¿Y tú quieres ir?
-Sí.
-¿Por?
-Es que Trump no nos quiere a los mexicanos.
-¿Quién te contó?
-Lo platicamos los compañeros de la escuela. Ninguno quiere a Trump pero un niño dice que Trump es buen presidente.
-¿Qué le dijeron?
-“¡Cómo crees, Trump no nos quiere!”. Le dijimos eso.
-¿Y sabes por qué Trump no nos quiere?-, la cuestioné.
-No, ¿por qué?-, me reviró.
-Tampoco lo sé muy bien –confesé-, pero yo creo que en realidad no nos quiere por el color de piel. No le debe gustar nuestra raza.
-Yo también creo que es por eso-, agregó, dio la engullida final al pastel y enfiló a la puerta. “Ponte bloqueador -le pedí-. Mira el sol, te vas a achicharrar”.
La pequeña se embadurnó la cara, bajó las escaleras a toda prisa, abrió la puerta del edificio como si su ausencia imperdonable —una sola ausencia y nada más— fuera a dejar a la marcha desolada, huérfana, abandonada. Me dio un beso.
Súbitamente, al volver por las escalaras pensé que los villanos de verdad son la mejor razón que la especie humana ha inventado para que la potencia de cientos de miles de voces se fusione en una fuerza que empuje en sentido contrario a la decadencia.
No hay más: gritar, aunque tengamos nueve años o 100.