José Roberto elogia a la fonda con un “esto sí es alta comida mexicana” y asesta la cucharada a su sopa. Con el cubierto en la boca, jugueteando alegres la lentejas en su paladar, oye mi comentario: “No voy a Chiapas desde los tiempos del Subcomandante Marcos”.
Mi compañero de viaje, con quien en minutos emprenderé una travesía por tierra desde la Ciudad de México hasta su natal Tuxtla Gutiérrez, suspende su manjar leguminoso y me informa, “Verás un estado verde”. “¿Verde?”, repongo. “Las bancas de todos los parques, los bordes de las banquetas, todos los botes de basura, las paradas del camión, la nueva camiseta de Jaguares, el Banco de Sangre, la alcaldía, los uniformes y mochilas de Primaria y Secundaria, clínicas de varias localidades y todos los postes de luz son verdes, un verdecito claro muy notorio. Su verde”.
¿Qué es eso de “su”? ¿Qué sospecha siembra José Roberto con ese adjetivo posesivo de dos letras, etéreo, imperceptible, falsamente inocente?
Ese verde luminoso con que, en efecto, Chiapas nos recibe en Semana Santa horas después, es el verde del gobernador Manuel Velasco, el verde del Partido Verde. “Su” verde. Desde la entrada, Tuxtla te doblega con el violatorio mundillo de ese color que te avisa que para el mandatario sus gobernados son perritos de Pávlov: “A fuerza de mirar verde desde el amanecer hasta irse a dormir, votarán verde. Actúan por reflejo condicional”.
Ya en Chiapas, me entero que la artillería verde que perfora alma y carne guarda un mensaje: Velasco tiene un profundo espíritu ecológico y de eso da fe una línea del gobierno estatal en la playera de los Jaguares de La Volpe: “La selva es verde”.
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Y entonces nos arrojamos a la naturaleza, debilidad del gobernador. Con el Cañón del Sumidero a nuestro pies, sobre el muelle inhalamos hondo, como para atrapar el aroma a encinos del bosque tropical subcaducifolio. Pero percibimos otra delicia: las ráfagas olorosas de las gasolinas de los motores fueraborda con que cientos de lanchas transportan turistas. Miles de litros de hidrocarburos que robustecen a los cocodrilos acutus, cascadas de químicos donde nadan felices mojarras y tenguayacas y que al hombre le lijan la tráquea.
A los costados, en el vestíbulo de las majestuosas paredes del cañón, cascadas: los restaurantes Nancy, Quinta los Robles y muchos otros han conectado sus desagües al Río Grijalva. Los incesantes chorros chocolate tiñen las verdosas aguas del Parque Nacional por el que nos conduce a 25 personas Crispín, capitán de la embarcación. Si nuestra mirada va hacia la orilla veremos mujeres lavando ropa. La corriente del cañón, para nosotros prodigio de la Tierra, para los pobres sin agua en casa es un enjuague devenido en arroyos de jabón Roma. Alzamos la vista: sobre las laderas que más adelante abren la roca imponente, una larga cadena de edificios de la nueva colonia Jardines del Grijalva ha mutilado lo que debieron ser ceibas, pinos y ocotes. Un batallón de varilla y cemento rodeado de autos venció a las hojas y la madera.
Seguimos navegando: cerca del Peñón de Tepetchia, islotes de envases, pañales, bolsas. “Ese es El Tapón”, se ríe Crispín dándome el “nombre oficial” del gran basurero acuático de la región.
Emprendemos el retorno. De pronto, la lancha se detiene. “Basura atorada en el motor”, explica el capitán. Mete mano a la máquina Yamaha, arranca y sigue. A los cinco minutos, detenidos. “Basura”, repite, vuelve a arreglar algo y arranca. Al rato ya vemos el muelle pero la lancha se frena otra vez. “¿Basura?”, digo. “Basura”, dice.
Desembarcamos, nos alejamos del cañón y volvemos al verdadero mundo verde: bancas, banquetas, paraderos, oficinas, postes, uniformes, mochilas.
Ecología gubernamental, acrílica y chiapaneca.