Había una vez un joven que llegó de San Nicolás Buenos Aires, Puebla a la ciudad de México para probar fortuna por ahí de 1961. Fue eléctrico, tortero, lavacoches y finalmente se convirtió en taquero. Anduvo de acá para allá y conoció los secretos del trompo a tal grado que un día decidió probar suerte con su propio negocio. Su carrera de taquero lo llevó del Arenal a Iztapalapa, pero fue hasta 1985 cuando se instaló en su local legendario, ubicado en Lorenzo Boturini y Sur 109, allá por los rumbos de la delegación Venustiano Carranza, donde su “preparado especial” del pastor en poco tiempo se volvió un clásico. Su taquería se volvió tan famosa que a su alrededor se instalaron otras taquerías convirtiendo ese tramo de Boturini en una especie de corredor del taco. Solía acudir desde que era un adolescente y me volví adicto. Por esa taquería desfilaban chilangos de cualquier zona de la ciudad, cantantes, luchadores y estrellas de televisión. Por mi parte no hubo novia que yo tuviera que no pasara por los tacos de Boturini; era como parte de mi ritual de seducción. Ahí en Boturini se dio la transformación de Raymundo en don Ray, una especie de Marajá del Taco, ataviado como vaquero texano, con su sombrero, su chaleco y su bigote. Convertido en personaje urbano, don Ray y sus tacos, conocidos para entonces como los tacos de El Pastorcito se convirtieron en los mejores tacos al pastor del DF y así lo revelaron reportajes publicados tanto en México como en el extranjero. Incluso The Guardian, del Reino Unido, ubicó a los tacos de don Ray en lugar 21 entre los 50 mejores lugares para comer en el mundo. Su historia era una historia de éxito. El mexican way of life. Don Ray era un Rey y no lo ocultaba. Su taquería se comenzó a expandir a los locales contiguos y sus planes de poner otras taquerías iban caminando. Sin embargo, un mal día la realidad lo alcanzó con su cara más violenta. En la cúspide de su reinado taquero don Ray y su familia recibieron un golpe brutal: uno de sus hijos fue secuestrado en el 2002. Fueron muchos días de angustia y negociaciones despiadadas. Don Ray pagó lo que se le pedía y su hijo pudo volver a casa. El pago del rescate de su hijo dejó en quiebra a don Ray. A partir de entonces las cosas no fueron bien. En su intento por aliarse con otros socios y expandir su negocio perdió su local y el nombre de su taquería fue embargado. Intentó poner sus tacos en otro lado pero un abogado lo convenció de que podían recuperar el viejo local. Don Ray le creyó y le pagó. El abogado huyó y don Ray se quedó en la calle, sin local y sin dinero. Así se acabó el imperio de un mexicano excepcional cuyos tacos eran parte del patrimonio gastronómico de esta urbe. Entre transas y el desfalco ocasionado por el secuestro, Don Ray fue sacado de la jugada y en sus viejos locales varias taquerías piratas intentan confundir a los que pasan haciéndoles creer que son los legendarios tacos del Pastorcito original. Desde hace más de dos años he buscado la taquería de don Ray sin tener fortuna. Voy a Lorenzo Boturini (donde cada vez hay más taquerías) y pregunto si saben algo de don Ray. No había encontrado respuesta hasta el fin de semana pasado. Al preguntarle a un viene-viene local, él me señaló un pequeño puesto de lámina sobre Lorenzo Boturini casi en la esquina con Sur 109. Caminé con emoción hacia el puestito y ahí vi a don Ray, con su look texano como siempre, atendiendo a una muchedumbre que se amontonaba alrededor de un solo trompo (cuando en sus tiempos de gloria llegó a tener más de seis girando al mismo tiempo). Corrí hacia él en cámara lenta y lo abracé con cariño y tristeza. “Acá estamos”, me dice con lágrimas en los ojos y me cuenta que hace un año murió su esposa y que aunque han tratado de quitarlo de ahí, él está dispuesto a recuperar su reino, aunque tenga que empezar de nuevo. Qué injusta, qué dura puede ser a veces esta ciudad con quienes le hacen bien, pienso mientras me como cuatro de pastor rebozantes de guacamole y me pierdo en mil recuerdos culinarios. Miro a don Ray, un mexicano que sin ayuda de nadie logró tener un negocio exitoso que fue devastado por el crimen y la corrupción, y no puedo más que admirarlo por sobrevivir y pensar que, como nos enseñó José Alfredo, uno puede perderlo todo y, sin embargo, seguir siendo el Rey.
(Fernando Rivera Calderón / @monocordio)