Traté de esquivarla. No pude.
Hace unos días atropellé la bandera nacional.
¡Pum!
Espero que no sea delito. Pero es que ahí estaba tirada, sobre el carril central de Tlalpan. Una banderita huérfana que seguro cayó del capote de algún auto, de esos que intercambian los cuernos de reno y la bandera nacional en atención a las exigencias de la temporada. Apenas la alcancé a ver cuando ya la había atropellado. Se siente re- pinche, de veras. Luego una anda como culpable de algo superior. No sé bien de qué.
Ser mexicano, pensé. Qué es ser mexicano. En estos días patrios en que aflora el patrioterismo, ese de lárguense los extranjeros, que no opinen de nuestros asuntos porque como México no hay dos, cabrones, y aquí les partimos la madre a los que se atrevan a mancillar el suelo nacional… todo para luego quedarse bien calladitos ante las verdaderas afrentas nacionales; pues en estas semanas patrias recuerdo el día en que decidí ser mexicana.
Cumplí 18 años en épocas en que en México no se podía tener doble nacionalidad. Y aunque nací en territorio chilango, en pleno Paseo de la Reforma, mi padre es alemán y yo debía a los 18 años decidir, ante la Patria y los dioses de las nacionalidades, si soy de aquí o soy de allá. Me fui solita a las oficinas de la Secretaría de Relaciones Exteriores, todavía en Tlatelolco. Anuncié mi decisión de renunciar a la nacionalidad alemana, llené papelitos, esperé, llené otros papelitos, esperé, y luego me dieron el certificado de nacionalidad mexicana mientras le ponían un sello a mi pasaporte para que cada año, durante no me acuerdo cuántos, volviera yo a presentar ese certificado de nacionalidad mexicana (no fuera a ser que me arrepintiera y de pronto quisiera ser china). En fin, salí de Tlatelolco sintiéndome orgullosamente mexicana. En algún lugar de mi alma musité el Cielito Lindo, estoy segura.
Treinta años después me sigo sintiendo igual de mexicana y, como dice mi perfil en Twitter, aún quiero seguir viviendo en este país. ¿Por qué? Porque es mi casa, porque se me escapa alguna lagrimilla cuando en el avión sobrevuelas la Ciudad de México de noche, porque reconozco sus olores, porque me saca de quicio, porque me divierte, porque me duele y me reta, porque lo conozco y reconozco y desconozco, porque lo camino y sufro su tráfico y lo ando en bicicleta, porque ya pude estar en cada uno de sus estados y me encanta, porque a veces me dan ganas de agarrarlo a patadas, porque, porque… porque sí.
Tal vez por eso sentí pinchito cuando atropellé la bandera nacional. No creo que hubiera sentido igual si atropello el cuerno de Rodolfo el Reno.
O sí.
Quién sabe.