Era un jueves y al salir del Metro Bellas Artes la música hacía recordar a Bob Dylan. Lindsey, Lynskey y Clift estaban en una banca de la Alameda. Ellas tocaban un ukulele y un bajo y él una lata de frijoles empuñando un pedazo de metal. Los tres nacieron en los noventa, ellas en Texas y él en Illinois. Entraron a México como polizontes en un tren carguero por Chihuahua.
Los rodeaba una nube de curiosos, atraídos por la música y por su vestimenta, austera y sucia.
–¿Qué hacen aquí?, les preguntó Jorge, piel tabaco, 29 años, bajito y fuerte, nacido en Paracho, Michoacán, y emigrado a la ciudad de México hace seis años en busca de la vida mejor que siempre buscan los migrantes. Diseña disfraces de superhéroes para mantener a su familia en la famosa ciudad de las guitarras. ¿No saben lo que está pasando en México? ¿No tienen miedo?
–¿Miedo? –Dijo Clift, alto, flaco, cabello rubio. En México la policía es distinta a la policía de allá, no importa en qué estado o en qué ciudad vivas. En Estados Unidos la policía te persigue, te golpea, te acosa, no te deja vivir. ¿El narco? Allá también hay muertos y violencia. Una violencia silenciosa.
–¿Y dónde viven? –preguntó Jorge, el bajito fortachón de Paracho–. Lo que son las cosas: nosotros arriesgamos el pellejo para llegar a losesteits y ustedes vienen para acá.
Habían dejado de tocar música. Lindsey se sujetó el cabello castaño, largo y en rastas con un pedazo de tela negra.
–¿Sabes? –Lindsey abrió con desmesura sus ojos verdes– en Estados Unidos hay un refrán que dice: “the grass is always greener in the other side” (el césped es siempre más verde del otro lado). Un dicho popular que retrata esa tendencia a ver la vida de los demás a través de un falso prisma color de rosa. Uno siempre verá el césped del vecino más verde y sano que el propio, no porque en realidad lo sea, sino porque tiendes a pasar por alto las cosas negativas del que está enfrente.
El trío pertenece a una banda de música formada por unos 12 músicos de distintas partes de Estados Unidos. Tienen entre 24 y 28 años. Están en México con su pasaporte azul y el águila calva en la tapa, hace dos meses. Han dormido en centrales de autobuses, en la calle y en la Alameda. Planean ir a Veracruz, Oaxaca y Chiapas.
Cuando los vi, sin dramatizar, no pude dejar de pensar en lo distintos y lo parecidos que somos. En cuánto nos necesitamos y nos odiamos. No pude dejar de pensar en los dreamers que nacieron en otro país y llegaron a Estados cuando eran niños, el único país que han conocido y que no les pertenece. No pude dejar de pensar en los empresarios americanos que hablan maravillas de los trabajadores indocumentados que contratan y que mantienen sus negocios. No pude dejar de pensar en Alicia, la nana de Nicolás que vive en Brooklyn, no ve a sus 3 hijos hace 10 años, pero habla con ellos 5 veces al día y les envía dinero puntual.
Y no pude dejar de pensar en un hombre al que un día llamamos Obama Latino, el primer presidente negro que logró la elección y la reelección con un alto porcentaje de votos latinos. El presidente que ha roto récord de deportaciones de migrantes en estos años.
Antes de partir de la Alameda los músicos levantaron un viejo estuche sobre el piso y soltaron la correa que sujetaba a Capitán, un perro que los acompaña en su viaje.
Let´s go, Capitan, le dijo Clift y el perro flaco ni se movió.
¡Vámonos, capitán!, gritó Linskey. El perrito se echó a caminar moviendo la cola.
–¿Entiende español?
–Entiende los dos idiomas –dijo Linskey–. Deberíamos parecernos a los perros, ¿verdad?
Foto por: Wilbert Torre
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