Desde que llegué quería hacer una caminata para encontrarme con él. La ocasión anterior no acudí al llamado y lo resentimos ambos. Porque el Peine del Viento siente; desde su concepción y titánica colocación tres años después de que nací, siente.
Me tomó días llegar al otro extremo de la bahía de La Concha, al final de la playa de Ondarreta, en el municipio de San Sebastián, en la provincia de Guipúzcoa, en el País Vasco. Finalmente lo digo bien. Me tomó también tres cuartos de hora sentada en un bar de pintxos —el Atari—, entender y casi dominar los nombres propios de la geografía local. Euskadi, Donostia, Biscaia, Guipúzcoa. Pero solo hasta dibujarlo me pareció fácil.
Y ahí estaba sentadita comiendo pintxos, viendo pasar gente en una esquina de San Sebastián. Esta vez no comí mis favoritos, pero sí de tortilla y de ventresca con un pan buenísimo y una compañía mejor. Todo me gusta de por ahí, una ciudad que nació en 1180 no puede más que conmover.
Así como rompen las olas en el peine y en la ciudad, así es el País Vasco. Todo es con fuerza, contundente, todo con arraigo. Su cocina pega en el alma y su emoción en el corazón. Y el campo y lo verde que es. Da igual los kilómetros que recorrí, de castillos medievales a castillos gastronómicos en donde hoy sin duda reinan los verdaderos reyes en monarquías difícilmente derrocables. Aprendí de colores, pieles e interiores de pescado. Recordé lo que le hace a uno abrir una lata enorme de bonito con un copa de txacolí. Volví a comer guisantes lágrima, aprecié mejor el caviar ahumado y, comí besos de humo.
Y me faltó tanto. Me faltó visitar amigos cocineros, me faltó sopear más pan sobre el aceite con ajo de las anchoas fritas de Bodegón Alejandro, me faltó otro café con leche en vasito en la esquina del hotel.
Así como en Londres caminaba fiel a la estatua del Capitán Scott a rendir homenaje, hoy sé que así debo hacer con la obra monumental de Eduardo Chillida sobre el Cantábrico y no fallar nunca. Ya decidí que quiero yacer en una tumba vasca, redonda como las que dieron origen a la característica tipografía local, aunque puesta en México y con fondo de mariachi tocando sin fin. Quizá Elkano sería mi última cena, no lo sé, cuatro tacos de cabeza, tequila blanco y arroz rojo también suenan a ese último deseo que, como mucho, me enciende y emociona. Sí, me gusta que las cosas me pongan la piel chinita.