El procurador Murillo relató que los 43 normalistas de Ayotzinapa fueron secuestrados, ejecutados, amontonados en el basurero de Cocula, incinerados, triturados, aventados al río en bolsas, y yo sentí muy coherente su narración. De inmediato, cuando pronunció “es la verdad histórica”, frase sonora como el martillazo de un juez, pensé: “Es de terror, pero dice la verdad”.
Su “verdad” se soportaba, en mucho, por lo que declaró Felipe Rodríguez El Cepillo, supuesto monstruo y autor confeso de los asesinatos y el macabro procedimiento.
De pronto, abrí un video de la PGR titulado “Así ingresó El Cepillo a la Seido, autor material caso Iguala”, y mi fe en el procurador sufrió una primer herida: el presunto delincuente surge de una penumbra tenebrosa con luces rojas, agarrado por dos policías federales con cascos y máscaras. Al ver las manos de El Cepillo atrás, uno infiere: esposado, como debe ser. De pronto, los tres giran y la cámara devela la “verdad histórica”: no tiene esposas, sino una botellita de agua en sus manos libres. Al mismo “monstruo” que la autoridad exhibió, ahora le hace el favor de ir sin esposas, y de paso lo empuja a fingir. Si en ese hecho nimio nuestra Justicia intenta engañarnos, es natural que sospechemos de todo lo demás.
El gobierno nos exige creerle que los restos hallados en el río son de los normalistas pese a que sólo hay pruebas genéticas de uno de ellos.
El gobierno nos pide creer que El Cochiloco y El Patilludo eran delincuentes infiltrados entre los jóvenes, pero tampoco ofrece certezas (según los padres eran sólo dos normalistas inocentes).
Hace 14 días, el gobierno anunció que vendrían expertos extranjeros de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a apoyar las investigaciones, pero se apresuró a dar “la verdad histórica” antes de que siquiera llegaran a México.
El gobierno nos pide creer la historia oficial cuando aún carece de los testimonios de tres prófugos claves en las desapariciones: el ex secretario de Seguridad de Iguala, Felipe Flores; su subordinado, Francisco Salgado y El Cabo Gil.
El policía Salvador Bravo declaró que desde 2007 el 27 Batallón de Infantería y el Ejército sabían que el cártel Guerreros Unidos protegía a las Policías de Cocula e Iguala. Por si fuera poco, el comandante de ese batallón, José Rodríguez, estaba de fiesta con los Abarca el día de los hechos. ¿Y todo eso qué?: Murillo está convencido de que “no hay una sola evidencia de que haya intervenido el Ejército”.
Por último, si el estudiante desollado Julio César Mondragón no apareció en el basurero, ¿por qué habríamos de asumir que todos los demás fueron llevados ahí?
El presidente Peña quiere que entendamos que Ayotzinapa “no puede dejarnos atrapados”, que “no podemos quedarnos ahí”.
Seguiremos atrapados si el gobierno insiste en jugar a la botella de agua y a la justicia de mentiritas.