Me invitó a su impecable oficina de cristal y caminé emocionado como si ingresara a un transbordador espacial. Imagino la cara que María Luisa, directiva del diario Reforma, vio cuando me senté: el éxtasis contenido que un recién egresado tiene el día que, por primera vez en su vida, le ofrecen empleo de lo que estudió.
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Había planchado mi camisa, lustrado mis zapatos y puesto plastas de gel en mi cabeza porque en aquel 1997 no soportaba que se me moviera un pelo.
Para un alumno de la UNAM, educado en la austeridad, el Reforma era un palacio: aire acondicionado, computadoras, periodistas trajeados, pasillos aromatizados.
-Queremos que seas nuestro reportero de Deportes-, me dijo.
Quería apretar mis puños, gritar y elevar una oración de gratitud. “Claro”, contesté tragándome la euforia. Y entonces volé: me vi en Francia ’98, Sidney ‘2000, entrevistando a Zidane.
“Vas a ser reportero del periódico Metro que estamos por fundar –aclaró enseguida-. La idea es que te ocupes de los deportes que Reforma no cubre”.
-¿?
-Vas a ser reportero de box nacional, futbol llanero y lucha libre.
Acepté. Adiós Mundial y Olímpicos. Bienvenidos el box sabatino de la Coliseo, las canchas de Cabeza de Juárez y, sí señor, El Perro Aguayo: padre de familia, y papá de técnicos, rudos y de todo el pancracio desde la muerte de El Santo.
Descubrí al Perro y la lucha se redimensionó: aunque fiero, reumático y tosco, el hombre de 51 años era encantador. Nadie originaba como él quién sabe qué shots neurológicos en los aficionados hasta llevarlos a la demencia. “Quiero entrevistarlo”, me propuse. Para dar con él llamé a Triple A, a reporteros, a la Arena México y creo que a la alcaldía de su natal Nochistlán. Nada: las deidades no son localizables vía telefónica.
Al fin, alguien me dijo: ve mañana al Hotel México, estará ahí porque lucha en la Arena López Mateos de Tlanepantla. Viajé en pesera hasta el fin del mundo y entré a un lúgubre hotel. “Busco al señor Perro Aguayo”, avisé en la recepción.
Bajó a los 5 minutos. Melenudo, caminaba rengueando, encorvado y con el gesto amodorrado de quien es arrancado de golpe de un sueño profundo.
-Perro Aguayo, a sus órdenes-, me estrechó su mano.
-Lo desperté-, dije apenado.
-Algo–, se río.
-Vengo del periódico Metro, quería entrevistarlo.
-Adelante-, dijo y señaló una mesita de melamina.
-¿Sí? Le juro que no le robo ni 20 minutos.
-El tiempo que quieras –repuso-. Viniste hasta acá a hacer tu trabajo y lo mínimo que puedo hacer es atenderte.
Nos pidió dos Coca-Cola, encendí la grabadora y habló una hora: de su niñez en el campo zacatecano, de un martinete que le hizo trizas la cervical, de las lesiones que lo iban alejando de su profesión. Y también del Perrito Aguayo, su hijo, un novato de 18 años que con su propia historia en el ring, me confesó, le haría menos triste el retiro.
(Aníbal Santiago)