“Por muy valiente que seas
y por muy macho que te hagas,
aquí al llegar te cagas
o cuando menos te meas”.
Letra de letrina.
Me sucede como una especie de karma escatológico. Voy caminando y de pronto aparecen ante mí, imponentes, temibles, grotescas pero altivas. Saben en su tóxica inmundicia que son casi un objeto sagrado y que nadie las tocará salvo el desgraciado incauto que distraído las pisa desatando un verdadero pandemónium.
Suena terrible y huele peor: esta ciudad está infestada de cacas. Cacas discretas y concretas, cacas inmensas y coloides, cacas opacas y cacas resplandecientes, cacas que parecen cabezas sin cuerpo o sapos magníficos, cacas de perros, de gatos, de palomas y de humanos que adornan la ciudad con sus efluvios deletéreos.
Me pregunto cómo es que un perro decide en medio de su andar por las calles, meándose de árbol en árbol y de poste en poste, que ha llegado al lugar idóneo para cagarse, sin importarle si se trata del altar mayor de la Catedral o de la puerta de tu casa. Qué clase de sentimientos internos o retortijones se detonan en su ser para que el chucho diga: “Aquí merengues”.
En la Ciudad de México tenemos entre tres y cuatro millones de perros que producen, nada más ellos, más de 500 mil kilos de caca al día. Caca que, por lo regular, ahí se queda hasta que las moscas alcanzan la epifanía y la caca se descompone en elementos nocivos para la salud que respiramos, y que contaminan los alimentos que se consumen en la calle y producen infecciones por parásitos, así como daños en las vías respiratorias.
La práctica de recoger las heces fecales de las mascotas no termina de prosperar, pese a la penalización que existe en las leyes cívicas locales, y sólo se da en algunas colonias. Cada perro produce algo así como 18 kilos de caca al mes y no debemos olvidar que 30% de los perros que hay en la ciudad es perro de la calle. Y vaya que sólo estamos hablando de los perros. Si sumamos a gatos, palomas, ratas y otras especies, podríamos ver que el problema va más allá de esquivar las cacas cuando uno camina por la calle.
Para las culturas prehispánicas el excremento implicaba un cambalache, era algo de uno que tenía que morirse para que el cuerpo pudiera seguir viviendo. Pero en ese tiempo no había la sobreproducción de cacas que tenemos ahora, y tampoco te pedían tu ticket de compra para entrar a los baños del Sanborns.
Ahí están, altivas y serenas, asoleándose sobre las banquetas como morsas de la calle, perfumando el aire. Haciéndonos saltar de pronto, hacer giros inesperados, cambiarnos incluso de banqueta. Son las cacas. Están entre nosotros.