Cada quien su árbol

Antes de tener hijos, yo nunca ponía árbol de Navidad, pero ahora que lo hago, me gusta pensar que se trata de un ritual pagano de orígenes nórdicos y que hubo un tiempo mitológico en que ese árbol no era un medio utilizado por los comerciantes sino un pretexto para reír, embriagarse y bailar en el bosque. Por eso, cuando lo ponemos, en casa no escuchamos villancicos sino cantos celtas y los niños están igual de contentos. Ese árbol, que en sus orígenes no servía para celebrar el nacimiento de Jesús sino el solsticio de invierno, ha sido reinterpretado de maneras muy distintas en cada cultura. La estadounidense, no hace falta ni decirlo, lo volvió parte imprescindible del shopping center, la francesa lo convirtió en un inexorable pastel de chocolate, los catalanes lo ven como un tronco que literalmente “caga“ regalos y al que hay que golpear para que produzca.

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Hace tres años se me metió en la cabeza que el nuestro debía de estar plantado en una maceta, y que lo tomaríamos prestado a la madre naturaleza para después regresarlo al bosque en vez de tirarlo a la basura. Sin embargo, el asunto no resultó tan sencillo. A principios de noviembre empezaron a venderlos en el supermercado de mi barrio. Cuando los vi me dije que era absurdo convivir con él durante más de dos meses y que lo mejor era esperar al menos a que comenzara diciembre. Después los árboles vivos desaparecieron y fueron remplazados por los otros, los que llevan la cruz de una tumba cristiana en la punta del tronco, los que a finales de mes ya están convertidos en un montón de ramas secas, y al final del año amenazan con incendiar la sala o el vestíbulo donde los hayamos puesto. Dos veces me había resignado a comprar uno de estos árboles fosilizados, de modo que hice un esfuerzo por salir de mi colonia y fui al único lugar donde me habían garantizado que encontraría uno con raíces: el Mercado de Jamaica, mítico en la ciudad por el precio accesible de sus flores. Imaginaba que, al salir de allí, tendría material para escribir una columna llena de consejos y sugerencias para los lectores. La verdad es que después del viaje no recomendaría tanto esa opción. Los árboles están más frescos que los que puede encontrar en las tiendas o en la mayoría de los mercados de la ciudad pero, a menos que uno sea experto en regateo, el precio es idéntico. En cuanto a los pinos en maceta, son casi inencontrables. Conseguí el mío después de buscar mucho, pero se trata de una reinterpretación muy libre del árbol navideño. Su mejor cualidad es que está vivo, y así es como nos sentimos nosotros cuando nos sentamos a verlo.