Para Atzimba y Nilbia. Y la chilanga banda.
Rubén Albarrán, alias Zopilote, cantante, líder y alma de Café Tacvuba, camina temprano por una calle empedrada de Coyoacán, de la mano de su hija, rumbo a la escuela. A veces una vecina le llama y él se detiene a conversar sobre asuntos del barrio. Viste camiseta y jeans o suéter y pantalón de manta. Siempre que le veo está solo, y no como la mayoría de artistas, políticos y millonarios que avanzan con una nube de guardias alrededor. Y siempre que le miro en mi cabeza merodea un pensamiento: la absoluta normalidad de Cafe Tacvba.
Los tacvbos cumplen 20 años desde que comenzaron a componer en un garage de la muy normal ciudad Satélite. Su carrera ha tenido altibajos con álbumes y rolas que se han vuelto legendarias y otras descartables. Quizá se trata de la banda mexicana más popular y con seguridad de la más querida. Y desde que alcanzaron la fama con canciones como Chilanga Banda y Pinche Juan, se han comportado con la sencillez de unos inexpertos maestros rurales.
En tiempos de políticos que levitan, y de artistas imposibles de alcanzar, y de futbolistas arrogantes, y de un presidente guapo y con el ego y la imagen elevados al cielo como un globo recién comprado, la imagen de un personaje afamado que camina con su hija y anda por el barrio como un despreocupado oficinista, sin más compañía que sus pasos, sin camionetas blindadas y vidrios entintados ni gafas presuntuosas y zapatos de 2 mil dólares, es un bofetazo que llama a pensar en algo con frecuencia olvidado en un país cada vez más dividido entre clases y clasismos, los de arriba y los de abajo: la normalidad de la vida.
Zopilote es bajo y flaquito, parece tímido y amable, tiene una voz suave y cuando habla repite palabras como tierra, alegría, híjole, paz, carnal, cascadita, niños, banda e inocencia. Cuando una persona le pide un autógrafo la abraza como si abrazara a un buen amigo al que no ve hace años.
Hace unos meses conversé con Zopilote. Estaba sentado en una mesita con una botella de agua mezclada con jengibre, un pedazo de palo santo y otro de salvia, una calavera de colores y unos escapularios. Vestía un atuendo de artista y aún así parecía sencillo: jeans y ténis Panam amarillos y un suéter con capucha.
–Es dulzura para el corazón –dijo Zopilote y aspiró el humo del palo santo.
En una habitación de su casa, el hombre de los mil alias guarda los obsequios de sus fans: calabazas y calaberas decoradas, miles de cartas, brazaletes, pinturas y pósters. Cada que ve la montaña de afiches recuerda que es inimaginable lo que la música es capaz de despertar en la gente, y cómo está presente en su vida.
Los tacvbos salieron de un garage a finales de los 90. Querida u odiada, su música ha dejado algo en todos. Pero lo más sobresaliente es que pese al tiempo, aún parecen gente como uno. Es una banda querida en el sentido de posibilidad, de cercanía, de normalidad.
En los últimos meses me he topado a Zopilote en la plaza de La Conchita, con su perro flaco y sin raza. A veces sonríe con timidez. Como una gente cualquiera. Una gente normal.
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(Wilbert Torre)