En esta época de propósitos y buenos deseos, me pregunto cuánta gente no habrá que, al comerse las uvas de año nuevo, se diga, “sólo pido una cosa: ser otro.” Cambiar de vida, adoptar otra identidad suena apetecible pero también complicadísimo. Se necesita valor y una buena dosis de egoísmo para abandonar, a lo Wakefield, toda una trayectoria y no regresar jamás a esa casa donde nos espera nuestra pareja, nuestra familia, nuestra cena caliente.
No son pocos los escritores, desde Nerval hasta Borges, que encontraron la manera de fugarse de su personalidad, ya sea adquiriendo un seudónimo, cultivando una esquizofrenia o cambiando de país y de lengua. Uno de los impostores más brillantes que conozco en ese sentido es Romain Gary. Nacido en Vilna, Lituania en 1914, con el nombre Roman Kacew, fue educado en Polonia por una madre judía que le inventaba destinos grandiosos, entre ellos el de embajador de Francia, país que ni ella ni él habían pisado jamás. En su juventud, Gary adoptó la nacionalidad francesa y también el apellido con el que daría a conocerse. Durante la Segunda Guerra Mundial, combatió en la Resistencia; participó en las campañas de África, de Abisinia y de Libia; obtuvo los grados de Compagnon de la libertè y Commandeur de la Légion d’honneur. Pocas trayectorias tan gloriosas se han visto en la Francia literaria del siglo XX. Autor de novelas como Las raíces del cielo o Perro Blanco, Gary llegó a ser, en los años sesenta, una autoridad moral y literaria de su país adoptivo. Quizá para liberarse de su propia sombra, por hartazgo de su personaje o por ganas de probar la calidad de su trabajo, Gary cambió de seudónimo.
Así, en 1975 se otorgó el premio Goncourt a un escritor del que nadie sabía nada. La novela ganadora fue La vie devant soi, firmada por Émile Ajar, una de las mejores novelas de la literatura francesa durante la segunda mitad de nuestro siglo. El pseudónimo le permitió expresarse con soltura y reírse de las críticas que atacaban desde todos los frentes (marxistas, existencialistas, representantes del nouveau roman y escritores comprometidos) su obra anterior. Siendo un desconocido, Ajar podía burlarse del mundo intelectual de París y criticar a sus anchas a la sociedad parisina con sus innumerables prejuicios.
La especulación francesa nunca ha tenido límites: además de atribuir este libro a sus mejores novelistas, los críticos hablaban de un trabajo colectivo. El asunto quedó aparentemente explicado cuando la revista Point descubrió la existencia de Paul Pavlowitch, sobrino real de Gary, al que se le atribuyó la autoría de La vie devant soi. El parentesco explicaba además la influencia del gran escritor en el estilo del supuesto debutante. De todas estas especulaciones nace otro libro, Pseudo (1976), que reúne las confesiones de Ajar, escritas con un tono pretendidamente franco y testimonial y que no es sino una nueva burla a los prejuicios sobre la creación literaria. Hubo muchos lectores que no comprendieron a Ajar, hubo otros que lo menospreciaron por su falta de respeto hacia el francés escrito. Sin embargo, además de detractores, este seudónimo creó una verdadera cofradía, un círculo de lectores cómplices e incondicionales de sus novelas para los cuales el único compromiso del escritor es el de mantenerse fiel a si mismo. ¿Por qué vivir una vida si se pueden tener tantas? Kacew, Gary, Ajar…Todos tenemos otras voces, otros Mr. Hydes que exigen, desde nuestro interior, manifestarse y vivir su propia y paralela existencia. Nos toca a nosotros decidir si nos damos permiso o, como diría Jean Paulhan, si aceptamos “sacar a la luz a ese loco que somos”.