He visto la celebración de la Candelaria en muchas partes. He estado en Tlacotalpan, donde el espectáculo de los cantantes de moda es atronador y la gente queda tonta de cerveza. He estado en La Merced, donde la abundancia de niños Dios y sus vestidos, las sandalias, las velas, la gente que va y viene son sofocantes.
Ayer, en cambio, fui a la Parroquia de la Candelaria, en Tacubaya, que está sobre la avenida Revolución. Los comercios ambulantes apenas se extienden una cuadra a la izquierda y derecha de la entrada: pan de feria, atoles, tamales, pizzas, buñuelos y un puesto de pozole donde una familia tomaba fuerzas mientras su niño Dios descansaba sobre el mostrador.
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Como todas las iglesias coloniales que sobrevivieron las leyes de Reforma, ésta está tasajeada. Tiene un atrio enorme a donde se asoman los vecinos circundantes que abrieron grandes ventanales para beneficiarse del jardín con jacarandas, pinos, fresnos y palmeras.
La iglesia, como las novias supersticiosas, tiene algo nuevo y algo viejo, algo prestado y algo azul. Una persona abiertamente trans camina con su familia hacia el interior; las urnas donde la gente pone su limosna están grabadas con letreros antiguos como “para los pobres y menesterosos”; un señor rastafari trata de vender cuentos infantiles entre las familias que entran al templo mientras hace extrañas señales de la cruz; unos pendones azules cuelgan de los techos.
Son alrededor de las cuarto de la tarde y familias de distinta índole entran a la iglesia cargando a sus niños. Allá, unas hermanas y una niña, luego, la pareja joven con dos hijos, más tarde, la pareja de viejos que cargan el niño como nieto. Hay muchas mujeres solas. Uno las imagina obsesionadas con su niño Dios.
Somos 30, 40 personas que hemos decidido abstraernos de la avenida Revolución, con sus camiones rugientes; de la colonia Escandón, con sus cantinas y pujantes edificios, para agarrar este pedazo de ciudad, arropar un niño y llevarlo al templo.