Nunca he escuchado a nadie hablar maravillas o siquiera elogiar de pasadita a la comida que le sirvieron en un avión. No recuerdo que una sola persona me haya platicado de la memorable pasta que comió, envuelta en aluminio, sobre una escueta charola, mientras volaba de la ciudad de México a Tijuana. La comida de avión es sinónimo de mediocridad, como la carne de burro, el Atlas o la música de Ricardo Arjona.
Pese a su mala fama, la comida de altura (disculpen el chiste) sigue siendo un ingrediente ubicuo en un buen número de aerolíneas, nacionales e internacionales. La escena es siempre la misma. Estamos a bordo de un vuelo de cinco horas, de la una a las seis de la mañana, desde el Distrito Federal a, digamos, Nueva York. Las luces se apagan y hacemos todo lo posible para acomodarnos en esos asientos que parecen expresamente diseñados para la incomodidad. Lento, muy lento, y aunque tenemos el cuerpo contraído como un feto, caemos dormidos. Desafortunadamente, los sobrecargos deciden encender las luces justo cuando nos vence el sueño.
Acto seguido, el piloto nos avisa que su tripulación distribuirá alimento (¡en la madrugada!), el carrito pasa golpeándonos los codos o los pies y esperamos, de mal humor, con ojos lagañosos y entrecerrados, a que la aeromoza nos ponga enfrente un platillo repelente para cada uno de nuestros cinco sentidos, que no pedimos ni queremos. Y en caso de que no esté de acuerdo, querido lector, le recomiendo poner su paladar a examen. ¿De veras prefiere un trozo de pollo entomatado, apenas descongelado, gomoso y mal cocinado, que aguantar el hambre por dos, tres o hasta cuatro horas?
Nadie puede negar que transportarse en avión es carísimo. Tengo entendido que es difícil reducir muchos de los costos, como la turbosina y el mantenimiento. ¿Y si las aerolíneas decidieran ahorrar de manera más sencilla? Menos comida que servir implica, me imagino, menos personal para servirla. Un breve vuelo comercial, ¿deveras necesita que cuatro personas nos recuerden cómo abrochar un cinturón de seguridad?
Además, contar con alimento suficiente para saciar el hambre que provoca un viaje relativamente corto debería ser un asunto de precaución elemental. Para eso están las tiendas y restaurantes que abren sus puertas en todas las terminales de todos los aeropuertos: para comprar lecturas o comprar comida. Y en mi humilde opinión, comparado con los esperpentos que deglutimos en cada vuelo, hasta un cilindro de papas pringles es cocina refinada.
(DANIEL KRAUZE)