Hace 100 años que usted murió y este país todavía no sabe qué hacer con usted. No sabemos si regresarlo con honores a la Patria por la que peleó o dejarlo descansar en paz en el cementerio de Montparnasse, en París. No sabemos si verlo como un héroe o como un villano, pues de algún modo permanece, junto con Hernán Cortés y Antonio López de Santa Anna, en una especie de purgatorio de los afectos nacionales.
Cuando estudié la primaria bajo los programas de la SEP me enseñaron que en el cuento de la historia nacional usted fue el malvado y decadente dictador, a quien derrocaron los héroes de la Revolución Mexicana y que Juárez era un héroe impoluto y benemérito. Años después, estudiando la secundaria con los hermanos maristas, supe el lado B de la historia, donde usted era casi un santo, el gran modernizador del país, el héroe de mil batallas que defendió a México de los invasores, y que el villano realmente era Juárez, indio torvo y traidor, quien –de no haber muerto—seguro también se hubiera perpetuado en el poder.
Y pensar que alguna vez Benito Juárez le escribió a Guillermo Prieto: “Es un buen chico nuestro Porfirio”. Pero los buenos chicos a veces también se pervierten y usted pasó de ser un brillante militar a un oscuro dictador. Tampoco es que uno no vea las batallas libradas en un momento en el que el país requería más de la espada y del fusil que de la palabra y la ley, pero ¿cómo perdonarle al mismo tiempo la represión a los trabajadores y a los medios, y la barbarie normalizada en pos del orden y el progreso? ¿Cómo perdonar a un gobierno que embellecía las ciudades con palacios, pero permitía los esclavos de Valle Nacional?
Déjeme decirle algo en su favor; no hay un político en el México de hoy que sea capaz de tomar las armas para defender a la Patria ni que tenga una “idea de país” como la que usted tuvo. Y no es que su idea de país haya sido la mejor, pero por lo menos había una. El patético servilismo de nuestros gobernantes ante el poder económico lo coloca ante la historia como un gran personaje que valdría la pena revisar a la luz de nuestras oscuridades contemporáneas.
Es curioso, don Porfirio, que la Francia a la que tantas veces combatió con vehemencia, incluso durante la mítica batalla de Puebla, bajo las órdenes de Ignacio Zaragoza, lo haya perdonado más que el México al que consagró su existencia. Sin embargo, su ser apasionado y paradójico nos dice más de este país y de sus conflictos ancestrales que las figuras de bronce que ha construido y engordado el priismo revolucionario.
El problema es que no sabemos qué hacer con usted. ¿Qué quiere que hagamos? ¿Intentar comprenderlo? ¿Y qué tal que comprendiéndolo vemos algo de nosotros que no nos gusta? Podríamos mejor seguirlo juzgando como a nuestro villano favorito, y citar ante su tumba en París aquella sentencia de José Emilio Pacheco: “Te juzgo para absolverme”.