Todos nos hemos reído de algún chiste sobre el Chapo en estos días, luego de su tercera captura y, sobre todo, de la divulgación de la entrevista que sostuvo con ese entusiasta aprendiz de periodista en que devino el actor Sean Penn. Compartimos los memes que lo muestran disfrazado como Mario, el plomero del videojuego, o como una suerte de David Bowie ejidal. Retuiteamos sarcasmos alusivos a sus legendarios escapes y regresos al presidio. Nos enzarzamos en discusiones sobre si es cómplice del gobierno y se le usa para ocultar el subidón del dólar o, por el contrario, si es una suerte de moderno Pancho Villa, satanizado por las élites y amado por las clases populares… En fin. Mucho espectáculo y poco fondo.
Como si fuera un chamuco de pastorela, el hipotético narco más poderoso del mundo ha sido expuesto a la rechifla popular. Lo exhibieron en camiseta, sucio y esposado. Divulgaron su correspondencia sentimental (o al menos coquetona) con la actriz Kate del Castillo y se cebaron en sus frases de compositor de boleros matangas y en su rústica ortografía. Nos informaron incluso que se mandó instalar quirúrgicamente un sistema para mejorar su desempeño sexual. No sólo se le detuvo, pues, asunto de elemental justicia (y políticamente indispensable para el gobierno), sino que se le humilló. ¿Quién lo hizo? Pues los responsables de garantizar que el caso avanzara por las vías judiciales, quienes se dedicaron a “filtrar” cada pieza posible. Y, claro, también los medios de comunicación, encantados de oficiar como maestros de ceremonias en la lluvia de lodo.
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Pero convertir al malo del cuento en objeto de mofas sin fin y en piñata viviente no cambia el panorama y nos deja igual que como estábamos. La violencia asociada al tráfico ilegal sigue ahí, medrando en todo el país. Las zonas en donde el control efectivo del territorio no está en manos del Estado (o en donde el Estado no guarda la más mínima apariencia de decoro y no es posible distinguirlo del crimen) no han sido recuperadas para la civilidad. La aceitosa impunidad, que gotea en cada metro de cada municipio tocado por las rutas del tráfico y en todos los niveles de gobierno concebibles, no amaina.
El circo público no debería sustituir los debates (y las acciones) pendientes. Una discusión sobre la despenalización de las drogas, por ejemplo. Otra, sobre lo que falta por hacer para desmantelar el aparato de lavado de dinero y de sostenimiento financiero del crimen. Una más, sobre la forma en la que se piensa operar contra las complicidades entre los círculos políticos, los cuerpos de seguridad y el crimen organizado. Temas, en fin, que van más allá de los memes y el “mame”. Y que resultan más urgentes y trascendentales que las “filtraciones” sobre la bombita del amor.