A casi dos semanas del más reciente episodio de la picaresca nacional, hay muy poco que decir que no haya sido dicho ya —y yo no llegué a decir nada—. La estrella de Hollywood está de vuelta en Hollywood, la estrella de telenovelas no es ya traductora de acción sino nuevamente estrella de telenovelas, el genio criminal está tras las rejas hasta próximo aviso por pedirse unos tacos y el gobierno de la nación está pensando qué próximo ridículo puede desplegar para seguir entreteniéndonos con el espectáculo de su ignominia. Mientras tanto, el único que remontó con éxito la cuesta de enero fue el dólar y, para colmo, tenemos que aprender a vivir en un planeta sin David Bowie (al menos hasta que se establezca la primera colonia en Marte, donde nos espera con un peinado nuevo).
Toda esta avalancha de noticias me agarró sin Wi-Fi, sin señal de celular, sin periódicos y sin Twitter. Toda esta catarata de emociones, intrigas, esperpentos y muerte sucedió mientras miraba la chimenea en una cabaña de piedra en el centro de un bosque nevado, con una manada de ciervos confianzudos afuera de mi ventana, en el remoto norte. Alguien con celular me dijo un día: “Atraparon al Chapo”; de una conversación ajena extraje otro día algo sobre Sean Penn tirándose un pedo, pero supuse que hablaban de una película mala; un tipo que pasó despejando la nieve de los caminos me comentó que David Bowie había muerto y le respondí muy tranquilamente que estaba pendejo (el fulano no hablaba español, por suerte). Y luego salí de mi retiro, a la civilización y a las redes sociales de nuevo, y la realidad me golpeó en la jeta con la contundencia del K.O. de Márquez a Pacquiao en la cuarta pelea.
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Acostumbrado a vivir el bullicio en primera fila, leyendo artículos sueltos de 15 periódicos distintos, a comentar “en tiempo real” el desarrollo prime time de las persecuciones más televisadas y de los partidos más encarnizados, este periodo de desintoxicación de las noticias se me antojaba como la oportunidad perfecta para reencontrarme con mi yo profundo. No vuelvo a hacerlo.
La chimenea repite su programación más que el Canal 5 en vacaciones de Semana Santa. Mi mundo interior es hostil y frío y no tiene trending topics. La naturaleza es monótona y agresiva como un video de Bandamax de 37 minutos. Y ahora tengo que soportar el hecho de que los principales temas del primer trimestre de este annus mirabilis de 2016 me hayan sido glosados como en la Edad Media, por juglares dudosos. Carajo.
Me madrugó el mundo real, como siempre. La ‘chapoteosis’ me agarró en curva. Me perdí de todo ese alimento chatarra para el espíritu que son las opiniones al botepronto, y que suelo consumir con el fervor con que un obeso se zampa un kilo de alitas de pollo. Me siento como cuando en una final te paras al baño y cuando regresas metieron tres goles. Fui por palomitas en medio de la función y, al volver a mi asiento, ya estaban fumando el cigarro postcoito en la pantalla de ese cine de pueblo que es El Eterno Desfile de los Acontecimientos.