Coro se mudó a vivir a Lima y yo la seguí. Corría 1976, un año espantoso para residir en la capital peruana pero el amor suele ser insensato. Todavía creía yo que nuestra pareja tendría futuro. Cuánto daño le hice a esa mujer por culpa de mi ignorancia; no era todavía consciente de que la soltería era mi estado natural, apenas salpicado por unas cuantas excepciones entre las que destacaron los tres años en que compartí cama con ella.
En las butacas del cine de mis recuerdos sientan juntos los días vividos con Coro, en el barrio de Barranco, a unos cuantos pasos del Puente de los Suspiros, la represión militar del general Morales Bermúdez y los personajes de Roberto Gómez Bolaños, el famosísimo Chespirito.
Ahora que murió el comediante mexicano, la resurrección en la pantalla de aquellos episodios bobos, protagonizados por el Chavo del Ocho o el Chapulín Colorado, me arrojó a una época de mi vida que hacia tiempo no visitaba: Coro y yo sentados frente a un viejo televisor a color, sorbiendo una taza de café con leche mientras reíamos con las tarugadas de un guión escrito y actuado en mexicano.
Todavía suenan nítidas algunas frases de entonces: “Fue sin querer queriendo,” “Tenía que ser el Chavo del Ocho,” “Al cabo que ni quería,” “Gana el que no pierda,” “No-la, si-la,” “Se me chispoteó,” “No contaban con mi astucia,” “Se aprovechan de mi nobleza,” “Todos mis movimientos están fríamente calculados.”
Ahora que recuerdo los parlamentos me río y al mismo tiempo me pregunto cómo pudimos pasar ella y yo tantas horas estúpidamente hipnotizados por esos programas de la televisión mexicana.
Debo reconocer que esos extranjeros que éramos nosotros recibieron una carta de residencia en Lima gracias a Gómez Bolaños y su tropa. Aquellos personajes eran adorados y por añadidura – como compartíamos nacionalidad – también nosotros fuimos queridos.
A mediados de los años setenta el general Morales Bermúdez tomó el poder en Perú y se dedicó a reprimir cuanta manifestación quiso expresarse en las calles de su país. Fueron golpeados los jóvenes y los obreros; encarcelados los disidentes y desaparecieron algunos líderes de la izquierda.
Esta fue la razón por la que el ánimo del limeño andaba por los suelos. Todo era gris y al mar también lo recuerdo vestido con ese color, lo mismo que las casas de Barranco, aunque ese barrio siempre ha sido florido. Época en que era mal juzgado reírse en público y también bromear; días sin prensa ni libertad.
Y sin embargo los peruanos encontraron en la televisión oficial un pretexto para soltar las amarras y carcajearse solo por el gusto de hacerlo. Ese fue el regalo que Chespirito entregó a miles de hogares: un pretexto para bobear en una época de sórdida gravedad.
El Chavo del Ocho y el Chapulín Colorado, la Chilindrina y don Ramón, Quico y la Bruja del 71 fueron todos embajadores mexicanos que acompañaron a sus primos de la rama Inca cuando las cosas se pusieron más feas. Lo hicieron sin pretensiones ni ínfulas; con la misma receta que el niño entrega al adulto cuando éste ha vuelto de un día pesado de trabajo.
Chespirito fue un mago para fabricar tramas infantiles disfrutables también por los más añosos. Gracias a él podían reunirse en casa más de dos personas sin ser acusadas de conspirar. Nada malo podía juzgarse cuando una dama desolada se atrevía a preguntar: “Y ahora, ¿quién podrá defenderme?”
Coro y yo dejamos Lima en 1978. Aún faltaban dos años para que la democracia regresara al Perú. Ya de vuelta en México en pocas ocasiones repetimos aquel ritual. La sensación liberadora que en Lima nos provocaban los programas de Gómez Bolaños, nunca volvió a ser la misma.
Con el tiempo supe que aquella experiencia no fue exclusiva para los peruanos. Chilenos, argentinos, bolivianos, ecuatorianos y tantos otros habitantes de Latinoamérica contaron también con el bálsamo humorístico de Chespirito durante la época oscura y amarga de los golpes militares. Por eso es que la muerte del genial don Roberto ha sido noticia dolorosa en todo el continente.