China es más grande que ella misma. Mil 370 millones de habitantes, 9. 5 millones de kilómetros cuadrados y una historia milenaria que hace palidecer a las pequeñas sagas estadounidenses. Es imposible que quepa en algún libro, columna o cerebro humano. En el mío desde luego no, y eso que llevo varios días intentando representármela.
Desde entonces, he visto muchas fotografías, documentales, reportajes y películas situadas en ese país. He leído sobre la dictadura que la gobierna y he estudiado, desde otros ángulos, los cuentos que me contaron en la infancia. Más de una vez he paseado por el China Town de Nueva York y por el de San Francisco, he escuchado relatos de personas que han viajado recientemente a distintas ciudades chinas y, sin embargo, no logro imaginar nada sobre este viaje inminente, ni el aspecto del aeropuerto de Beijín, ni las calles, mucho menos los olores.
Dándole vueltas al asunto, me doy cuenta de que ni yo ni la mayoría de los mexicanos sabemos gran cosa acerca de ese país. El barrio chino de la Ciudad de México consta apenas de una calle en el centro, la calle de Dolores, donde se celebra cada mes de febrero el año nuevo y el cambio de animal en el zodiaco. En cambio hay muchos restaurantes. También tiendas de abarrotes y porcelanas. Durante años, los chinos tuvieron en México el monopolio de las tintorerías y las lavanderías, y de aquella época sobreviven varios chistes. Como solemos hacer con aquello que resulta inabarcable, nos hemos dedicado a empequeñecer con prejuicios e ideas preconcebidas a China y a sus habitantes que -reconozcámoslo de una vez- nos despiertan cierta hostilidad y desconfianza. No es sólo por la rima que los niños de muchas generaciones han repetido el cantito: “Chino chino japonés…” Cuando algo nos parece complicado, incomprensible o irrealizable, decimos que “está en chino”. Cuando sospechamos que alguien nos está engañando decimos que nos cuenta “cuentos chinos”. Si una sensación ya sea física o mental resulta difícil de soportar, decimos que es “tortura china”, pues los chinos son también, al menos a nuestros ojos, sinónimo de sofisticación y refinamiento, tanto en las prácticas más terribles como en las placenteras: el té, la cocina, las tapicerías, los bordados, la música, la pintura de ese país tienen fama de una exquisitez difícilmente superable.
No me gustan los aviones. Pensar en las innumerables horas que pasaré dentro de esa cabina antes de volver a pisar tierra firme bastaría para disuadirme. Sin embargo, una vez más, la curiosidad supera a la fobia y no daré marcha atrás. En breve podré escribir una columna in situ que, en vez de estar basada en una serie de recuerdos heterodoxos y prejuicios nacionales –china en una cajita-, recogerá experiencias e impresiones reales tomadas directamente de las calles pekinesas.
(GUADALUPE NETTEL)