Lo primero que uno nota al llegar a Bejing es la cantidad abrumadora de publicidad que hay en el aeropuerto, las calles, los edificios, los muros de toda la ciudad. Incluso el taxi más desvencijado tiene, frente al asiento trasero, una pantalla que muestra comerciales sin cesar. Nadie vaya a pensar que se trata de anuncios gubernamentales o propaganda del partido. Lo que exhiben esas pantallas son artículos de lujo, marcas como Gucci, Armani, Mercedes-Benz entre muchísimas otras. En China existen 100 millones de millonarios y 500 millones de pobres. Los primeros son muy visibles (en un restaurante pueden estacionarse una misma noche 10 Ferraris, cada uno de un color diferente). Los pobres lo son menos. Están, como aquí, pidiendo limosna fuera de las tiendas, en los pasillos del metro, pero sobre todo en el campo, donde cada día mueren decenas de miles por malnutrición. Tanto estos como los millones de habitantes que conforman la clase media están dedicados a una sola cosa: hacer dinero. El dinero y el consumo es lo que más interesa al país. Todo en China es comercio, todo implica una negociación. ¿Un ejemplo? El matrimonio. En un parque muy céntrico de la capital, las familias con hijos casaderos ponen un puesto donde exponen las fotografías, el currículum y la cuenta bancaria de sus hijos. El fenómeno se conoce como El mercado del amor. En la primera cita, las chicas le preguntan al pretendiente si tiene casa, el monto de su salario y cuándo estaría dispuesto a contraer matrimonio. De las respuestas de él dependerá que se sigan viendo. La edad, la atracción física, las afinidades, pasan a un segundo plano.
(GUADALUPE NETTEL)