Necios que no regresan lo que no es suyo. Necios que sí lo hacen porque están hartos de chingarnos entre nosotros.
Leo la historia y me lleno de esperanza. Si esas acciones se multiplicaran, esta ciudad cambiaría sí o sí. Imaginen la escena: van caminando por la estación Zapata de la Línea 3 del Metro cuando, frente a ustedes, tirado en el piso, hay un billete de $500. ¿Qué tal les caería, respetables y amados lectores, un Dieguito, o como los billetes nuevos, un san Benito Juárez? Nada mal, ¿no? Lo interesante de esta historia es el cómo reaccionamos ante esa situación y ahí es donde todo se pudre o se salva en un mexicano, porque la reacción chilanga —y yo diría que de la cultura mexicana— es agarrarlo y quedárnoslo, y decir “Gracias, Diosito” o “Qué suerte tengo” o “Mira lo que me puso la fortuna en el camino” o “Dios aprieta, pero no ahorca” o… ¡alto!
¿Esa es la reacción adecuada? No sé si la adecuada, pero es la normal: uno encuentra dinero en la calle y agradece a la fortuna… pero jamás preguntamos a quién se le cayó para regresárselo. Y hasta se pone una cruz en el piso donde encontramos el tesoro y el “suertudote” se persigna. ¿Nos damos cuenta de que no es nuestro dinero? No. No lo puso la fortuna en nuestro camino como un regalo, ese dinero era de alguien más y por alguna razón está en el piso. ¿Qué hacemos? Pues, como hemos dicho, agradecer al cielo, cuando en realidad habría que regresar ese billete al dueño. Pero en México, está normalizado chingarnos entre nosotros, robarnos entre nosotros, y lo encontrado ni modo de devolverlo. Y el remate chilango —aunque me atrevo a decir que es mexicano—, resulta: “De que me lo chingue yo a que se lo chingue alguien más, mejor véngache para acá”. ¿Sí o no?
Por eso no acaba el ciclo de saqueos en México, porque estamos educados para chingarnos lo que no es nuestro, sea un billete de $500, una cartera llena de dinero y tarjetas, una bolsa con pertenencias varias, joyas en la calle, computadoras aquí o ropa allá, el patrimonio de los veracruzanos, el dinero para la carretera o el recurso para aquel hospital.
Pero hubo alguien que rompió esa costumbre. Alguien que no hizo lo que la tentación y chilanguería cultural dictan. Ese alguien es un elemento de seguridad del Metro quien, al encontrar el billete, lo llevo a la Oficina de Objetos Extraviados.
Qué orgullo, me cae. Si todos fuéramos como él, si esta acción fuera la norma, no habría corruptos, porque se notarían. Destacaría su pestilencia entre la honradez, que sería la norma. Serían señalados y todos exigiríamos su castigo porque en la comunidad prevalece la honestidad. Pero todavía esto no ocurre. En un país con gobernantes corruptos, ciudadanos acostumbrados a chingar y ser chingados, pues más bien resulta un pendejazo el que regresa la lana, la compu, la cartera, el bolso o la ropa que se encontró. ¿A poco no?
Este país está repleto de calles que, salvo notables excepciones de mexicanos modelos, tienen nombres de ratas de cuello blanco, puentes con apellidos de familias clasistas, avenidas bautizadas como el gobernador ratero o estaciones del Metro con placas que conmemoran al presidente ensalzado… ¡por hacer su trabajo. Pero deberían de existir nombres en letras de oro como el de De Alba Islas, como se llama el funcionario honrado que nos ha dado una lección.
La Oficina de Objetos Extraviados se ubica en la estación Candelaria, de la Línea 4, con un horario de atención de 9:00 a 15:00, a cargo del funcionario Donovan Alvarado. Si usted es honesto y tiene la certeza de que el billete era de usted, vaya a pedirlo y, de comprobarse su propiedad, reproduzca esa actitud. Esas son las cosas que urgen ser contagiadas. Por eso creo que algún día seremos una ciudad de chilangos honestos.
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