Necios que no olvidan. Necios miserables que prefieren robar
Ayúdenme a imaginar el ruido que hace un martillo que golpea con saña y odio el bronce en el que se esculpió uno de los recuerdos más dolorosos e íntimos de este país. Pega, pega, pega. Piensen en ese ruido rebotando en una banqueta. Pum, pum, pum, pum, pum. Un estruendo constante, miserable, nada discreto. Traz, traz, traz, traz, traz, traz, traz. Desfachatez inaudita.
Ahora imaginen que ese crujido del bronce enraizado en una banqueta quebrada a martillazos es para que la escultura sea robada. Siguen constantes los golpes, ahora contra el bronce de junto. Plim, plim, plim. ¿Un ruido difícil de disimular, no? Si los martillazos para arrancar esa escultura ocurrieron de día, seguro hubo alguien que volteó a ver la acción y no hizo nada para evitarla. Tal vez no pudo hacer nada o no quiso hacer nada.
Incluso si los martillazos ocurrieron en medio de la oscura y silenciosa noche, entonces el estrépito causó un eco que retumbó en los edificios alrededor. ¡Pum, chiz, plim, cuaz, pum, pum, clack, puack! Ahora imaginen que esos martillazos (“martillazos” porque no se me ocurre otra herramienta que se use en estos casos) despegan otra escultura de bronce.
Me refiero a no cualquier obra de arte, sino a unos zapatitos de niña o niño. Esos golpes desprendieron el segundo zapato. Más golpes para arrancar el tercero. ¡Pum, pum, traz, traz! Martillazos para arrancar del piso el cuarto, el quinto y así hasta completar ocho zapatos que fueron esculpidos con lágrimas y sangre. Ocho zapatitos robados con la perversidad y podredumbre que no respeta el dolor ni la memoria.
Ahora dejemos la imaginación y confirmemos las fantasías más retorcidas de este episodio vergonzoso: los golpes al bronce y el cemento sí existieron y los dio un ladrón, tal vez dos, tres, cuatro, no sabemos con certeza cuántos. ¿Ustedes pueden creer que esos golpes no se oyeron? Nadie los quiso escuchar.
Esas esculturitas eran réplicas en bronce de los zapatos reales de las y los 49 niños que murieron quemados en la Guardería ABC, en Hermosillo, Sonora, el 5 de febrero de 2009. Sí, desalmados se robaron ocho zapatitos.
Esos martillazos los dio la delincuencia chilanga, esos golpes se dieron en la que seguramente es la avenida más importante, ya no digamos de la Ciudad de México, ¡sino de todo el país! Paseo de la Reforma.
Nadie escuchó cómo los robaron, como ya pocos escuchan el dolor de esos padres que erigieron ese antimonumento enfrente de las oficinas centrales del Instituto Mexicano del Seguro Social que, uno imaginaría, es de los edificios más vigilados del país, en la avenida más vigilada del país. Pero no, nadie escuchó el robo. Peor aún: nadie fue capaz de evitar el robo.
Podridos y perversos los rateros de algo así que es un dolor, una memoria vibrante que destruyó vidas, familias y el alma de un país entero.
Pulularán los que vayan a comprar ese bronce robado. Seguro ya no mantiene la forma que recordaba a esos niños y ahora fue fundido en un amasijo que nos revela como ciudadanía fallida, Estado fallido, gobiernos fallidos que no pudieron evitar que 49 niños murieran quemados y más de 100 quedaran heridos y marcados de por vida. Les fallamos entonces… ¿qué otro destino le deparaba a esos zapatitos? No me queda más que ofrecer besos, abrazos y disculpas a los padres de esos niños por no haber sabido cuidarles un zapatito de bronce.