Necios los que le entran al negocio del caos y los que prefieren que las cosas sigan igual de mal para que las promesas de campaña sigan igual de esperanzadoras y su triunfo sea jugoso.
Nos ven la jeta y lo permitimos. Aguantamos. Nos jode vivir la CDMX con esta clase política, pero ahí la dejamos estar y seguir con sus negocios a costa de nuestros impuestos. El origen de la gran mayoría de las tropelías y desgracias de la vida pública de la Ciudad de México no es culpa de los que la administran, sino de los ciudadanos. Sí. Los chilangos deberían estar en la cárcel acusados de ser responsables de permitir a la clase gobernante seguir haciendo negocio del caos.
Pero no existe ese delito, aunque a los políticos les haría un favor tenernos en las cárceles. Llegan las campañas y, con ellas, caras limpias, promesas huecas, sonrisas hipócritas y una desconexión entre el estilo de vida de los que se quieren quedar con el negocio y los que (sobre)viven la CDMX. A los chilangos nos gusta el atole, por eso nos lo dan cada campaña con el dedo. Cada tres años, cada seis años, ahí estamos: creyéndoles, recibiendo el dinero en efectivo a cambio del voto, los tinacos, las despensas, las tarjetas de débito y las mochilas con el logo del partido, porque no hay de otra, porque se ocupa el dinero, porque los obligan, porque, insisto, no hay de otra.
Si los que hoy quieren gobernar esta ciudad en verdad la conocieran, les daría vergüenza seguir con sus ridículas campañas con las que nos quieren seducir. Si de veras los que aspiran a administrar una delegación (pronto alcaldías) o representar algún distrito en el nuevo Congreso local y el federal vivieran lo que los chilangos sufren diario, seguro les daría pena decir lo que dicen en sus spots, sus espectaculares y sus huecos discursos en la calle. Pero no lo saben y nosotros sabemos que no lo saben y aun así les seguimos el juego.
Transporte en esta CDMX. ¿Cosas buenas? Sí. ¿Mejoras? Sí, pero pocas e insuficientes. Creen que con grabar un spot en una estación del Metro o en un vagón del convoy es suficiente para creer que saben lo que es que alguien eyacule sobre ti, que otro te saque la bolsa, que aquel te toque las nalgas, que no prendan el aire acondicionado, que todos tienen un lugar en un vagón donde no cabe ni Dios en su mínima expresión.
No mamen. Los aspirantes a un puesto público —me cae que apuesto mi cabellera a que así es— nunca han estado en un paradero del Metro a las 5 de la mañana esperando que abran la estación. A esa hora deberían de grabar sus spots y tomarse las selfies, en la oscuridad de nuestro transporte público sin iluminación, en el caos de un paradero gobernado por ambulantes, en las calles que millones recorren diariamente entre violadores y asaltantes. El Metro no es el que ellos conocen. Les falta ciudad. Las estaciones apestan a orines, en el caso más leve, y son “vigiladas” por policías cómplices de los rateros, en varios casos. Estaciones donde cientos de mujeres, en un lapso de 15 segundos, luchan por entrar al vagón. Luchan del verbo “se parten la madre” para conseguirlo. Vagones que ni son suficientes ni son eficaces, porque alguien desvió el dinero para rehabilitarlos o darles mantenimiento. ¿Hablamos de los microbuses? ¿De las combis? ¿De los taxis? Nos falta mucho para presumir el transporte en la ciudad y pedirles a los chilangos que bajen de sus coches y usen “el transporte”, no chinguen: ¿cuál?, ¿el roto, el inseguro, el que rechina, el que no pasa, el que no alcanza? Si diario usaran el transporte en la ciudad, me cae que se asustarían. Pero no, no se los exigimos y no lo hacen, por eso los chilangos merecemos la cárcel: por no querer a la ciudad y creerles a candidatos que sueñan con perpetuar el negocio del caos.