Imaginemos que un día los humanos desaparecemos de golpe y que un par de años después, seres de otra galaxia bajan a la tierra
Por Gabriel Rodríguez Liceaga
Nuestra ciudad es un collage de contaminación visual. Imaginemos que un día los humanos desaparecemos de golpe y que un par de años después, seres de otra galaxia bajan a la tierra.
Al ver los anuncios publicitarios sin duda pensarían que éramos una sociedad muy neurótica. Fotografías inmensas de un hombre que sonríe mientras bebe un líquido negro, surfistas desempeñándose en un rizo de yogurt, rostros enormes de políticos cacarizos, un preservativo sobre el que salta un león fluorescente, una gigantesca hamburguesa con chiles jalapeños empanizados entre sus carnes.
Tontería y media, pues. Nos hemos acostumbrado a que estos delirios visuales parchen el firmamento, los andenes de las estaciones del metro, las paradas de autobuses, la espalda de los asientos en el avión y hasta la noche oscura del alma.
Al delirio de la omnipresente publicidad se ha sumado recientemente uno en el que me gustaría reparar esta ocasión: el de los renders de edificios que aún no existen en el sitio exacto en donde están siendo construidos. Estas lonas enormes que rodean la obra negra y nos muestran cómo será tal o cual construcción del porvenir.
En estos anuncios uno puede ver cómo será la hipotética sala, la recepción del edificio, la alberca y el edificio en su total majestuosidad recortando el cielo. La promesa de ciudades para mejores mexicanos. Ya de por sí esto tiene mucho de metáfora lúgubre pero, además, colocan seres humanos imaginarios pasando el rato en estos domicilios conceptuales. Siempre son gente muy sana, blanca y pixeleada.
Extranjeros, acaso. No leen, no se amarran las agujetas, no aman, no pidieron boneless para ver el Atlas vs. Mazatlán; sólo están ahí, como suspendidos en una vida cómoda pero sin alma. Noto que en estos renders pesadillezcos pero paradisíacos ya ponen perros también. La invasión es definitiva.
Porque además nos ponen a ras de piso un montón de habitaciones minimalistas a las que el 99% de mexicanos jamás tendremos acceso. No son edificios para nosotros.
Ojo: cuando digo que son para mejores mexicanos estoy siendo sarcástico. Nos ponen la inalcanzable zanahoria en la frente cuando vamos al metro o estamos esperando que un semáforo nos marque turno.
Ya si un vagabundo duerme al aire libre recargado en una de estas lonas la metáfora se redondea y al mismo tiempo se dobla como calcetín.
El otro día me encontré en la calle a una amiga a la que hace años no veía. Iba saliendo de terapia y lloraba amargamente. Pensé que estaba triste por cuitas de amor, pero no, lloraba porque se había dado cuenta de que jamás le alcanzará para comprarse un departamento, por más esfuerzos que hiciera, por más ahorros.
Sí, es muy triste la situación en ese sentido. Da la sensación de que nos están corriendo de nuestra ciudad, incluso ya de una forma conceptual y cínica. Las ciudades cambian constantemente con rumbo a su propia ruina, es su naturaleza. Pero esto de prefigurar algo inalcanzable que además aún no existe, saca de onda y es sádico.