Hagamos un ejercicio de suspicacia. Imaginemos que somos el Presidente de la República (no se ofendan, que es hipotético) y tenemos en mente una idea grandiosa. Por ejemplo, cavar un modernísimo canal en el istmo de Tehuantepec y cobrar a los barcos mercantes del mundo entero por usarlo. Salimos, pues, y le decimos al país que la millonada que costará la obra y que tendrá contra la pared a generaciones enteras de mexicanos (así como nos tiene el Fobaproa hoy) en realidad es una inversión magnífica porque el costo se amortizará con las ganancias que el canal nos deje.
Ahora, imaginemos que somos un vocero oficial. Le debemos la quincena nada despreciable que percibimos al Presidente y al secretario. Y eso significa también la hipoteca que adquirimos, la mensualidad del deportivo y la camioneta, el depita en la playa. Somos, desde luego, su correligionario político. Y, faltaba más, vamos a decir que no sólo la ciudanía está feliz con la magna obra, sino que son legión los habitantes de la zona que la andan ansiando y ponen veladoras cada noche para que ya arranquen los trabajos.
Y, bueno, ya que estamos en esto, imaginemos que somos un “líder de opinión”, es decir, un periodista, académico o fulano con salida a medios garantizada y que recibimos subsidios importantes en forma de pauta oficial para nuestros programas. ¿Qué diremos? Pues que si nos dieran la oportunidad, iríamos nosotros mismos a excavar Tehuantepec con las manos, porque ese canal es oro puro y nos sacará del atraso secular en el que hemos vivido desde poquito después de cruzar el Estrecho de Bering.
Sería francamente extraño que cualquier individuo en esa cadena de ejercicio del poder y de lanzamiento de serpentinas alrededor del poder se saliera de tono y deslizara la posibilidad de que todo aquel grandioso esfuerzo fracasara y el país se quedara, al final, sin canal y sin dinero. No. De lo que se trata es de aplaudir y aplaudir y confiar en que los aplausos acallen los estruendos del desastre.