No tengo un pelo de crítico de comida. Mi paladar es tan refinado como la última plana de un periódico deportivo. Prefiero un taco armado con afecto que una sarta de platillos de alta cocina. Para mí, comer es sinónimo de devorar, más un acto salvaje que una expresión de buen gusto. Tomen eso en cuenta al leer mi siguiente queja.
Me confunden los menús de nuestro país. He perdido la cuenta de las veces que entro al restaurante de un hotel o un restaurante que no especifica qué tipo de comida prepara y, tras abrir la carta, me encuentro con una esquizofrenia digna de un sesudo psicoanálisis culinario. Consomés de pollo comparten espacio con noodles tailandeses. Más adelante, el menú ofrece sopes, sashimi de atún y tapas. Y para plato fuerte: dragon rolls, espagueti carbonara, gulash y una tampiqueña.
No sé si el chef piensa que esa esquizofrenia es sinónimo de elegancia y/o versatilidad. Ignoro, también, si esto obedece a una política, muy actual y muy pinche, de satisfacer a todos los paladares; de caerle bien a todo el mundo. Lo que sí sé es que no hay restaurante que ofrezca cecina y tataki de atún en la misma carta e inspire confianza.
En comida, la versatilidad no me da la impresión de valentía sino de arrogancia, falta de rigor o simple y llana pereza. Basta ver Jiro Dreams of Sushi, el magnífico documental sobre el chef del mejor restaurante de Japón, para saber que dominar un solo tipo de cocina puede tomar una vida entera. Los restaurantes que admiro y frecuento tienden a enfocarse en una región, y a partir de ahí explorar sabores, combinaciones, materia prima y condimentos (pienso en el Merotoro, de La Condesa). Pero más allá de eso, no veo por qué un chef mexicano, de un restaurante mexicano, en un hotel mexicano, deba sentirse obligado a preparar comida que apele al gusto de todo tipo de visitantes.
Si un japonés visita un hotel de Guanajuato esperando que ahí le sirvan el mejor shabu shabu, francamente merece darse la vuelta y brincar el charco de regreso. Visitar un país significa acostumbrar el paladar a la comida que ahí ofrecen, no ir en busca de remedos culinarios que se asemejen a lo que comemos en casa.
Si hago hincapié en la industria hotelera es porque siento que es ahí donde el problema es más agudo. Hace tres meses visité Valle de Bravo y, salvo por Los Veleros, no hubo un solo restaurante, con chef nacional, que no me ofreciera comida japonesa y china fusión junto a una trucha al mojo de ajo. Escogí el platillo local cada vez que me senté a comer. ¿A quién diablos se le puede antojar un nigiri de salmón a la mitad del Estado de México?
(DANIEL KRAUZE)