Advertencia: mi columna de esta semana tiene tanta melcocha que van a necesitar una inyección de insulina para no morir de un shock diabético después de leerla. Es difícil no ser cursi al intentar responder la más trillada de todas las preguntas: ¿qué puedo hacer para mejorar mi país?
Cada vez que escucho esas siete palabras pienso en un anuncio de la Secretaría de Hacienda, salpicado con testimoniales de sospechosa autenticidad, ojos solemnes viendo hacia la cámara, niños, niñas y adultos de diferentes colores y sabores, acompañados por una partitura tan indigesta de violines que, en contraste, My Heart Will Go On parece un himno del punk. Sin embargo, es evidente que México vive con esa duda en mente. Al final del día, si decantamos los debates en torno al petróleo, la CNTE, las reformas y la violencia, el subtexto es el mismo: ¿cómo afecta eso a mi país? Cuando damos una opinión a través de redes sociales, lo que queremos es empujar a México hacia un rumbo más provechoso. Lo que queremos, pues, es mejorar el lugar en el que vivimos.
Hace años tuve la fortuna de coincidir en una comida con Luis H. Álvarez, uno de los (pocos) políticos honorables de la vieja guardia, alguien que no formó parte del jurásico priista y su densa corruptela. Hacia el postre, la conversación se acercó a la pregunta. El viejo, un nonagenario lucidísimo, se dirigió a mí. ¿Qué harías para mejorar México?
Pensando en mi interlocutor y su ilustre carrera, escogí la respuesta más rimbombante y rebuscada. No recuerdo qué dije con exactitud, pero estoy seguro de que olvidé el microscopio y hablé de mi país como si lo viera desde un satélite. Arrojé las frases “reformas estructurales” y “cambios drásticos”, buscando que la fuerza de las consonantes lo convencieran. No obstante, claro, Don Luis conocía todos esos parches políticos: la falta de concreción disfrazada de retórica, la vehemencia que enmascara escasez de materia gris. Acabé de hablar y tragué grueso, en espera de un gesto de aprobación que nunca vino. El viejo le dio un sorbo a su café y me dijo que yo, escuincle chilango, estaba equivocado.
Después de pasar una vida entera en el gobierno, su lección era sencilla. Como individuo, lejos de la palestra y el micrófono, de las columnas de periódicos y los programas de opinión, el mexicano debe partir de los detalles más aparentemente nimios. En vez de quejarte de lo sucia que es tu colonia, asegúrate de recoger la basura. En vez de quejarte del tráfico, deja cruzar a los peatones, cede el paso a otros automovilistas y acata las reglas de tránsito. No te quejes de que en México no leemos: compra libros, léelos y promuévelos. Predica empezando por las más pequeñas cortesías. Mejora a tu país a partir de lo que se encuentra en tu minúscula órbita.
Don Luis acabó de hablar y yo tuve mi primer destello de sabiduría: me quedé callado.
Ahora sí, vayan a ponerse su inyección de insulina.
(DANIEL KRAUZE / @dkrauze156)