Ahora suelo mirar a un lado y otro, como espía desconfiado, antes de confesar que le voy a las Chivas. Conservo el afecto por el equipo, sí, pero lo ejerzo con fastidio. Los masones que han renunciado a la vida activa en su logia dicen de sí mismos “ya sólo soy masón en sueños”. Así me sucede a mí. Pero no siempre fue de ese modo. Durante años fui un fan razonablemente orgulloso. Tengo aún cuatro playeras rojiblancas de distintas épocas. He visto tres coronaciones y otras tantas finales perdidas. Eso sí, no voy al estadio desde que el dueño es Jorge Vergara. ¿Por qué? Porque se volvieron un equipo vociferador, arrogante e ineficaz. En su intento de “recobrar” su lugar como un “grande” de la liga mexicana, Vergara quiso suplir con mercadotecnia lo que antes era identidad.
Las Chivas, por si alguien pasó el último siglo en criogenia y no lo sabe, son el único equipo de la liga que juega solamente con mexicanos. En su momento de gloria, entre los años 50 y 60, ganaron ocho torneos “largos”. Aquel cuadro, al que apodaban el Campeonísimo, estaba compuesto por jugadores de origen humilde, provinciano y en más de un caso, rural. Los “campeonísimos” nunca destacaron por sus escándalos. No se casaron con vedettes. No andaban a tiros en los bares. No humillaban a los aficionados. Al contrario, eran tipos sencillos. El Jamaicón Villegas lloraba cuando la selección nacional se lo llevaba de gira porque extrañaba su casa (todavía se habla de ese tipo de nostalgia como “síndrome del Jamaicón”). A la vez, eran profesionales orgullosos. En un clásico contra el América, jugado en el DF, al Tigre Sepúlveda lo expulsaron. Antes de salir del campo, se quitó la playera y se la arrojó a los de la banca del rival, que reían. “Con esta les ganamos”, dijo. Y así fue.
El equipo decayó en los 70 y aunque repuntó después no volvió a ser el dominador de antaño. La inercia de la exaltación de aquellos “campeonísimos” duró algún tiempo pero nunca alcanzó las exageraciones que hemos visto en la promoción del América o de otros clubes con méritos menores. Entiendo que un norteño o un chiapaneco prefieran un club que le resulte más cercano geográficamente. Pero el odio a las Chivas nunca lo entendí a menos que viniera acompañado de una buena dosis de esnobismo. ¿Quién puede detestar a un equipo con identidad obrera, provinciana y humilde? Alguien que se cree mejor que eso. Pero al equipo de Vergara hasta yo le tengo tirria a veces.
Disfruté la victoria sobre el América del sábado (que vi en repetición, porque a esa hora estaba en la marcha por Ayotzinapa), pero no dejo de lamentar que el destino de las Chivas esté en manos de un tipo que confunde marketing con dignidad y manotazos en la mesa con temple.