Son las ocho de la mañana de un sábado luminoso en el Distrito Federal. Despierto y, con café y cigarro en mano, me planto frente a la computadora, listo para escribir todo lo que durante la semana no pude escribir. Traigo puesta una pijama que no pienso quitarme hasta que den las cinco de la tarde. Mi cajetilla de cigarros está nueva. Afuera se escucha el sonido tan universalmente adorado como el chocolate de pajaritos trinando entre las ramas. Algunos, incluso, se detienen en el barandal de mi balcón. Lo único que le falta a mi mañana para ser más un cuento de hadas es despertar con una balada de Alan Menken.
Tengo el párrafo perfecto para empezar mi texto. Tomo aire y pongo mis dedos en el teclado, listo para manchar la hoja en blanco, cuando escucho una voz, tristemente familiar, acercándose. A lo lejos se escucha como el sonsonete burdo de alguien arremedando a otra persona. Lenta, muy lentamente, la voz repta en dirección a mi casa. Cierro los ojos, intentando concentrarme, pero es demasiado tarde. Ahora la distingo. Se compraaan colchooones tambooores… le doy una calada a mi cigarro, respiro hondo, y pienso Ahorita se va, Ahorita se va… refrigeradooores estuuuufas lavadooooras… desgraciadamente, el párrafo perfecto es el que escapa, desplazado por los gritos de esa niña, sometida a alguna tortura medieval, pidiendo algo de fierro viejo que vendaaaAAAAAAAAA.
La camioneta ropavejera da la vuelta en una esquina y el sonido se esfuma en ralentí. Invocando a la inspiración de nuevo, repito mi rutina: prendo otro cigarro, le doy un sorbo al café, pongo mis dedos sobre el teclado. La grabación siempre alebresta a los perros del vecino; en vez de escuchar a los pajaritos trinando, ahora lo único que oigo es a una jauría aullar como si fuera el fin del mundo. Finalmente, los perros guardan silencio, me preparo para volver a escribir y… a la distancia… Se compraaaaan colchoooones… dan la vuelta y vienen hacia acá… refrigeradooores estufaaaas lavadooooras… los perros vuelven a aullar… apago mi segundo cigarro, cierro los ojos y espero a que pasen, absolutamente desconcentrado.
Se van. Cinco minutos después vuelven. En total, los escucho patrullando los alrededores una o dos horas cada mañana; son tres o más camionetas, dando vueltas una y otra y otra vez. Algo anda mal si la manera en la que te ganas la vida le jode la vida a otra persona (el caso extremo sería un delincuente).
¿Habrá maneras de ejercer el oficio sin ir por la calle pidiendo electrodomésticos? ¿Por qué no estacionarse en un lugar asignado? ¿O entregar números telefónicos para dar servicio a domicilio?
En el Distrito Federal, los vendedores ambulantes han rebasado la barrera de lo folclórico (el vendedor de camotes, el tamalero, el afilador) hasta llegar a esta encarnación motorizada, sistemática, de contaminante auditivo.
¿Qué proponen?
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(Daniel Krauze)