Patti Smith tuvo una semana agitada en la Ciudad de México. Ahí estuvimos, de cerca, siguiendo cada paso que dio uno de los más grandes personajes de la historia del rock.
El 2016 fue un año particularmente duro para ciertos melómanos que, a la distancia, inventamos vínculos con músicos quienes, de una u otra forma, lograron conmovernos con su obra. Se fue David Bowie. Se fue Prince. Se fue Leonard Cohen. También George Michael, Sharon Jones y Juan Gabriel. En redes, donde exageramos todo, flotó un sentimiento de orfandad. Alguien me preguntó quién nos queda. Bueno, a pesar de las bajas, el tótem aún conserva rostros importantes: Dylan, McCartney, Waters y Gilmour, Plant y Page, Stevie Wonder y Aretha Franklin, Neil Young. Y también nos queda la gran Patti Smith.
La semana pasada, la escritora, cantautora y artista visual estuvo en nuestra ciudad, a propósito de un ambicioso proyecto multidisciplinario llamado “Las sesiones del Café La Habana”, una colaboración con Kurimanzutto, la galería de arte contemporáneo que representa a artistas del calibre de Abraham Cruzvillegas, Damián Ortega y Gabriel Orozco, entre muchos otros. El nombre del proyecto es un homenaje a uno de los personajes que le obsesionan hace tiempo, el narrador y poeta chileno Roberto Bolaño, y en particular al rústico establecimiento de la colonia Juárez en el que solía reunirse con sus colegas y amigos.
Patti Smith, acompañada del gran guitarrista —y periodista musical— Lenny Kaye, actuó en público y privado. Paseó por la casa de sus amados Frida y Diego, probó hartos moles y tomó tequila generosamente en el Café La Habana. Y además, dejó una pieza de arte público en la colonia Condesa, en ese espacio llamado Sonora 128: un espectacular en la esquina que se forma donde se cruzan la avenidas Sonora y Nuevo León. La pieza incluye un número telefónico. Quienes lo marquen se encontrarán la voz de Smith leyendo algunas obras, que grabó expresamente para esta ocasión.
Sus dos presentaciones, la del jueves en El Café Habana —cerrada al público en general, nocturna, con la presencia de cualquier cantidad de artistas, escritores e intelectuales—, y la del sábado en Casa del Lago —abierta, familiar, gratuita, eufórica, multitudinaria— fueron muy similares en cuanto a lo que pasó en el escenario. Leyó poesía (por primera vez en público “Hecatombe”, dedicado a Bolaño) y un fragmento de su autobiografía Just Kids: la anécdota de cuando ella y su cómplice, el fotógrafo Robert Mapplethorpe, se encuentran en Times Square ante el famoso espectacular de John Lennon y Yoko Ono que dice “War Is Over If You Want It”. Cantó sus canciones, pero también una de U2 (“Mothers of the Disappeared”) y otra que hizo famosa Elvis, “Can’t Help Falling In Love”. Habló de los desaparecidos de Ayotzinapa y de cómo no la representa Trump. La gran diferencia entre un evento y otro fue que en el segundo estuvo Juan Villoro, hablando de Bolaño, a quien conoció de cerca, y leyendo la traducción del poema que le escribió Smith.
Vino, vio y conmovió. Demostró que a sus 71 años sigue teniendo una increíble potencia artística. Habrá quien prefiera a la señorita Smith rabiosa y desafiante de su primer disco, Horses. Aquella es un personaje importante en la historia del rock, sin duda. Pero hoy es una mujer estoica, sabia, que ha enfrentando todo tipo de dolor y, sin embargo, sigue adelante, haciéndose preguntas y buscando respuestas. Cuando se vaya, espero que no sea pronto, se le va a extrañar. Volverá el sentimiento de orfandad para algunos.