Agarré de un asiento del Metro de Montreal uno de esos diarios gratuitos que rolan en los vagones, y las ocho columnas decían: “Se incendia casa en zona sur”. De inmediato, recordé un precepto periodístico: es noticia lo que rompe la normalidad de las cosas. O como alguna vez una maestra me explicó, no es nota “Muerde perro a ancianita”, pero sí “Muerde ancianita a perro”.
Por eso, aquella mañana de 2004, yo, un inmigrante, me dispuse a leer la noticia sobre ese incendio. Esperaba un dato mayúsculo, estruendoso, que justificara que ese suceso fuera la historia más atractiva en una ciudad cosmopolita. Quizá el siniestro era obra de terroristas o había fallecido una familia entera o esa casa era una joya histórica. Pero no. No hubo muertos, ni heridos, ni la casa era peculiar. Nada. Pero en una ciudad de paz, sin crímenes, corrupción o hechos trágicos, una casa quemada rompía la norma y, para los editores, era el suceso más asombroso del día.
En México, desde 2006, vivimos en la antípoda: a cada hora se producen hechos extraordinarios en volúmenes industriales. Los periodistas, al crear las portadas de sus diarios o los teasers de sus emisiones, experimentan una suerte de festín noticioso con montañas de hechos que ponderar. Es habitual que cada día leamos titulares del tipo “Cuatro mazatlecos aparecen decapitados” o “Exculpa PGR a Moreira de deuda ilegal ” o “En 2013, un millón más de mexicanos en la pobreza”. Los mexicanos, al instante de enterarnos de más muertos, pobres o corruptos, quizá nos incomodemos unos segundos, pero aturdidos por la estridencia informativa pasamos a lo que sigue: damos clic a otra noticia, cambiamos de página, oímos la próxima nota. Esa calma ratifica aquello de “noticia es lo que rompe la normalidad de las cosas”. Como en México los muertos, pobres o corruptos son tan usuales, rara vez sorprenden. Tras consumir esa información volvemos a lo nuestro. Comprensible: no existe sujeto preparado emocionalmente para conmoverse ante cada una de las miles de noticias de horror.
El problema viene cuando los gobiernos operan con una frialdad parecida. Las oficinas de Comunicación Social realizan cada mañana sus síntesis informativas y entregan las notas relevantes a los tomadores de decisiones, quienes actúan en consecuencia. Y, para ellos, los políticos, actuar es declarar. Dirán “castigaremos a los culpables con todo el peso de la ley”, “investigaremos hasta el fondo”, “Se adoptarán las medidas conducentes”. Sacarán del cajón sus frases hechas con la única misión de controlar los daños a su imagen. De las soluciones a esos problemas no se ocuparán. A lo que sigue.
Cuando los medios, excedidos por la realidad, divulguen otras noticias, los políticos olvidarán las noticias viejas, y extraerán su palabrerío preelaborado para controlar los daños de las nuevas noticias. Así, por los siglos de los siglos.
Pero no actuar es ir dejando escapar el gas. Ahí está Michoacán. Los granadazos en el centro de Morelia durante El Grito de 2008 mataron a ocho e hirieron a 131, y el gobierno lo dejó pasar. En las elecciones de 2012 intervino el narco, y el gobierno lo dejó pasar. En 2011 Cherán se alzó en armas porque la delincuencia organizada talaba su bosque, y el gobierno lo dejó pasar. Los Caballeros Templarios anunciaron ese año su nacimiento, y el gobierno lo dejó pasar. Hace dos años la columna “Bucareli” denunció que “los precios del aguacate son fijados por grupos que gobiernan de hecho el estado, aunque desde las sombras y al margen de la ley”, y el gobierno lo dejó pasar. El alcalde de Santa Ana Maya, Ygnacio López, fue torturado y asesinado tres meses atrás luego de denunciar al narco, y el gobierno lo dejó pasar.
Tanto dejaron pasar que un día el gas explotó: aparecieron las Autodefensas, se violentaron, y entonces sí el gobierno pareció preocuparse. Hoy anuncia la creación de un nuevo gobierno paralelo que promete acabar con el mal. Recemos porque esta vez no todo sea discurso, control de daños y olvido. Es una preciosa hora para escarmentar.
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(Aníbal Santiago)