Se aprende mucho de las charlas con los taxistas. Conocen los diferentes barrios de la ciudad y, en la mayoría de los casos, tienen una gran experiencia de vida. En el ejercicio de su profesión se enfrentan a todo tipo de experiencias: algunos sufren asaltos, llevan a mujeres parturientas o a heridos agonizantes al hospital y transportan, casi sin discriminar, desde contrabandistas hasta filántropos. Salvo que uno frecuente un mismo servicio de radio taxis, resulta poco probable que uno se tope varias veces con el mismo chofer y eso permite que tanto los pasajeros como los conductores expongan sus pensamientos y sus vivencias con una sinceridad inusitada.
La gran mayoría de los choferes tuvieron trabajos diversos antes de ganarse la vida transportando pasajeros.
Yo, por ejemplo, he conocido a exboxeadores, abogados, refugiados políticos, guardaespaldas, por mencionar sólo a los que recuerdo en este momento. Entre los que más me han impresionado está un taxista de Guadalajara que conocí mientras asistía a la Feria Internacional del Libro.
El hombre era escritor de clóset y lector minucioso de Emil Cioran. Además de haber leído sus obras completas, era capaz de recitar párrafos enteros que yo, admiradora de este escritor, reconocía entre atónita y emocionada. Llevaba varios días escuchando en las mesas de la Feria charlas insulsas, o por lo menos predecibles, sobre autores que me interesaban mucho menos que Cioran y me pregunté cuánta gente así recorrería las calles de esa ciudad sin jamás penetrar los muros de la Expo, como se conoce al recinto donde se lleva a cabo el evento.
El taxista consiguió recordarme en los veinticinco minutos que duró el trayecto cuán apasionante resulta la literatura fuera de las instituciones. Un par de días más tarde, muchos invitados -periodistas, escritores y editores a los que había transportado en su taxi- hablaban de la elocuencia y el carisma de este señor.
Otro caso memorable es el de una mujer que conducía un taxi de lujo con un crucifijo debajo del retrovisor. Su pasión era la historia del catolicismo que –al menos esa impresión me dio- conocía al dedillo. Me impartió una cátedra acerca de las virtudes y defectos de los diversos papas y las distintas encíclicas. Eran los tiempos en que Ratzinger o Benedicto XVI, al que la señora apodaba “El Pastor alemán”, aún no había claudicado y ella manifestaba una aversión virulenta hacia él por razones que, para ser honesta, nunca retuve.
Debo admitir que las mujeres taxistas me conmueven particularmente. Muchas son viudas, madres solteras o esposas del conductor original del coche que ha caído enfermo de forma momentánea.
Hace pocos días tuve la fortuna de transportarme en el taxi de un campesino de la Sierra de Puebla que durante el tiempo que lleva llegar en viernes desde el centro de la ciudad hasta Coyoacán nos habló, a GF y a mí, de su periplo en la ciudad y de cómo había logrado comprar su fuente de trabajo.
El hombre había llegado a los dieciséis años para trabajar en la ciudad y se sentía agradecido con la vida por las experiencias maravillosas que había tenido aquí y, entre ellas, recordó emocionado la noche en que asistió al Teatro de Bellas Artes. En vez de negar sus raíces, había llevado a sus hijos -ahora profesionistas- a su pueblo durante muchas vacaciones y los había enseñado a sembrar y a disfrutar de una cosecha. “Quería que supieran que la comida no viene del mercado y lo que cuesta cultivar un jitomate”.
A pesar del cansancio y la tensión que yo tenía esa tarde, el hombre consiguió cambiar mi estado de ánimo con su sencillez y su sabiduría. Por supuesto que no todos los taxistas son tan encomiables. He conocido a muchos groseros y malhumorados, a gente abusiva que cambia el taxímetro de la tarifa 1 a la 3 en cuanto cierran la puerta pero les aseguro que a menudo los taxis propician encuentros memorables.
Si usted está ahora mismo leyendo esta columna en un taxi, le recomiendo que cierre el periódico unos minutos y entable conversación con el o la conductora. De lo contrario podría estarse perdiendo algo interesante.
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