El desgajamiento del cerro en Santa Fe es sólo una muestra de lo que la corrupción y las mafias hacen contra la vida de las comunidades.
Siempre tomamos el camino corto: Resulta cómodo dar una mordida y desatorar con ella un trámite, un papel o un sello, con la supina ignorancia de que eso no afecta a otros. Pero lo que pasa en Santa Fe deja ver que todo acto de corrupción tiene afectados.
Un constructor obtuvo un permiso para levantar una obra, todo apunta a que su drenaje estuvo mal hecho y, como resultado, reblandeció el suelo ocasionando un deslave que ha puesto en jaque a casas, edificios y personas. La casa, parece, no tiene escrituras. Todo mal.
El villano inmediato fue una empresa que construyó ilegal o irregularmente.
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Las autoridades se lavan las manos, voltean al pasado y, quizá –si bien nos va– haya algún despido, pero no las investigaciones “hasta las últimas consecuencias” no toparán con el funcionario que se enriqueció y menos aún con quien hizo negocio.
Los vecinos, enfurecidos porque sus hogares están en riesgo, demandan al gobierno el pago de las reparaciones pero no asumen que el impuesto predial no se hace a valor comercial sino catastral, en lo que será un pleito legal que costará tiempo y dinero de todos los capitalinos.
Santa Fe, la opacidad en su desarrollo, construcción e inviabilidad para autos y peatones muestran que la corrupción no es un mero acuerdo entre dos partes, sino un fenómeno con proporciones comunitarias.
Todos los actos de corrupción afectan a terceros. Siempre. Aunque muchos son evidentes, como estos deslaves, otros no como la corrupción diaria que mantiene a delincuentes en la calle. Y que tarde o temprano nos alcanza.
Más allá de cómo se arreglará este vodevil de Santa Fe, lo fundamental es cómo hacer que esto no vuelva a ocurrir; no un nuevo deslave, sino acciones de fondo, de política pública, que garanticen que no se llegue a poner vidas, hogares y la vida de la comunidad en riesgo