“Curioso que la gente crea que tender una cama
es exactamente lo mismo que tender una cama.”
Julio Cortázar.
Mañana Julio Cortázar cumpliría 100 años. Quisiera hacerle un pastel e invitar a Cronopios y Famas a cantarle las mañanitas, aunque quizás sea demasiado tarde para hacerles llegar la invitación y, por otro lado, si se tratase de una fiesta realmente cortazariana la invitación sería innecesaria, incluso imprudente; en todo caso habría que redactar unas “Instrucciones para ir a una fiesta”, o esperar a que los invitados llegaran al lugar de una manera casi incidental, desafiando “el peligro de no encontrarse”.
¿Cómo no querer a Cortázar? ¿Cómo no enamorarse de ese niño de mil años, de ese revolucionario juguetón e insensato que nos mostró que el amor y la vida misma pueden ser tantas cosas y leerse de tantas maneras como un diario en un banco de plaza?
La siguiente es una historia hermosa que tardó décadas en cocinarse. Comenzó el día en que murió Octavio Paz: 19 de abril de 1998. Ese día me casé de manera mística con la madre de mis hijos. Cuando digo “me casé de manera mística” quiero decir que escribí una especie de obra de teatro con tintes de boda en la que lo único que no estaba escrito era la respuesta de mi otrora prometida. Claudia, por cierto. Así pues la ceremonia se llevó al cabo en una bella casa de Coyoacán habilitada como teatro y escuela de teatro llamada Centro de Arte Dramático A-C. y fundada por el maestro Héctor Azar.
Uno de los momentos culminantes de la “obra matrimonial” fue cuando hicimos algunas lecturas para nosotros sagradas. La primera lectura del santo evangelio fue un texto de San Julio Cortázar que leyó algo confundido mi primo Juan: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes…”
El capítulo 68 de Rayuela marcó mi vida e iluminó nuestro amor que fue eterno mientras duró. Haberlo leído en esa especie de boda-misa-obra de teatro acontecida en la escuela de teatro que en mi adolescencia me salvó del bullying y la depresión tuvo un significado especial que aún me conmueve.
Pero regresemos un poco: tuve el privilegio haber tenido charlas memorables con el maestro Héctor Azar siendo un chamaco, pero jamás me hubiera atrevido a pedirle su teatro para hacer “mi boda”. El paquete se lo aventaron mis queridos Rabindranath Espinosa, Marcela Bourges y, sobre todo, Carlos Azar, hijo del “maestro”, quién se llevó la regañada de su vida cuando al día siguiente don Héctor Azar encontró los “restos de la batalla” en su entrañable teatro.
El jueves pasado participé con mi amigo Jorge F. Hernández en un homenaje a Julio Cortázar organizado por Alfaguara en la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo. Hablamos de Julio y Jorge recordó cuando se lo encontró en el Parnaso de Coyoacán (para variar) y se le acercó para decirle un dulce y bobo: “¿Eres Julio Cortázar, verdad?”. Entonces decidí que era un gran momento para volver a leer mi amado capítulo 68 de Rayuela y justo cuando iba a empezar a leerlo y contaba al público ahí presente que esta historia comenzó el día que murió Octavio Paz cuando me casé de manera mística con la madre de mis hijos, entró al auditorio de la librería el buen Carlos Azar con una gran sonrisa y a mí su presencia, paradójicamente, me recordó un libro llamado “El Azar no existe”, pero ¡cómo no va a existir el Azar” si acaba de entrar al foro al escuchar el llamado de Cortázar.
“¡Es Agua de Azar!”, exclama Jorge F. Hernández ante el prodigio de los encuentros. Y entonces caemos en cuenta que el Azar es parte de Cortázar y que Cortázar y Azar son parte de nuestra vida, y que la vida es como un Mandala que bien podría llamarse Rayuela.
¡Felíz cumpleaños, Julio Cotázar!
(FERNANDO RIVERA CALDERÓN)