La lista de útiles escolares era infinita, troglodita, como si mi hija de seis años pudiera usar la misma cantidad de implementos papeleros que una oficina de cinco personas: cargamentos de colores y Pritt Jumbo, compases, reglas, lentejuelas, tijeras, sacapuntas, gomas, brillantina, plumas, acuarelas, folders, archifolders y 763 productos más, cada uno requerido en múltiplos de 7, 14, 33.
Repasé la lista y, a punto de llorar, un producto me sorprendió: “Cuaderno de Papás: Profesional Rayado 100 hojas. Forrar de amarillo”. ¿Cuaderno de papás? Mis cabellos ya adquirían el tono de la espuma del mar ¿y yo también debía cursar primero de primaria? Me imaginé, con barba y arrugas, de la mano de mi madre, de 67 años, rumbo a la escuela.
Entregué el Cuaderno de Papás temeroso, como quien firma la letra chiquita de una condena secreta.
El primer miércoles del ciclo escolar se disipó el enigma. Abrí el Cuaderno de Papás: “Papito, su pequeña no prestó atención en clase de Español y molestó a Jonathan”. El viernes: “Papito, su pequeña no hizo las sumas por estar dibujando y le dijo a Regina que ya no era su amiga”. El lunes: “Papito, su pequeña no apuntó la tarea”.
Las acusaciones de Miss Lucila fueron engrosando el Cuaderno de Papás con párrafos rabiosos. “Papito, su pequeña, papito, su pequeña, papito, su pequeña”. Mis peores pesadillas repetían esas palabras, un castigo que se prolongó un año. El siniestro cuaderno denunciaba de mil modos a mi hija, de conducta normal fuera de la escuela. Yo le creí a Miss Lucila: era papá de un ser endemoniado.
Intenté persuadirla de ser niña buena, la castigué sin huevitos Kinder ni parque y un día, incluso, la obligué a ver conmigo un partido del Atlante.
Mi hija lloró, pidió clemencia, acató todos los castigos, menos el del Atlante, y siempre se justificó igual: “La escuela es aburridísima”.
El Cuaderno de Papás se siguió inflamando.
Intenté ser un padre militar, pero fui desfalleciendo junto a mi hija. Leía el Cuaderno de Papás como un reo al que cada mañana le avisan que su liberación se aplazará un día más. Aniquilados ella y yo, agotados mis castigos, decidí cambiarla de colegio: no creía en una educación incapaz de volver el estudio un hecho feliz y basada en un régimen de denuncias.
Hace dos días, me dijo desde su cuarto: “Papá, ¿qué hago con mis cuadernos de la otra escuela?”. “Luego vemos, ahí déjalos”, respondí. “No”, rogó. Al voltear, vi en sus manos el cuaderno Scribe Rayado Profesional: el Cuaderno de Papás.
Bajamos silenciosos en una marcha fúnebre y en el zaguán abrí el bote de basura colectivo del edificio. Salieron moscas y un hedor de cárnicos, vegetales, huevo, chilaquiles verdes. Mi hija arrojó ahí el Cuaderno de Papás, el infecto trozo del pasado cayó a la hoguera. Ambos sonreímos.
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(ANÍBAL SANTIAGO / @apsantiago)