Comencé a ser alguien en mi barrio a partir de que adopté a Don Goyo. Desde la primera vez que salimos a pasear juntos descubrí que la gente comenzó a notarme, esbozaban una sonrisa, me hacían un guiño con la mirada y –vaya- hasta era digna de plática.
Antes yo era lo más parecido a una pálida sombra sin gracia. Por más que acudiera diario a clase de yoga o pasara horas en el café de la cuadra yo para los demás, y me refiero a los vecinos con los que comparto centímetros de piso en esta megaurbe, no dejaba de ser una silueta en movimiento. Hasta que me vieron con Goyo. Hasta que ese perro blanco, viejo, callejero, me dotó de personalidad.
A Goyo me lo enjaretaron en una borrachera. Entre copas y risas estúpidas lo bautizamos como Kenli. Ya en casa me di cuenta que tenía cara de anciano inteligente y que eso de la adopción era una cosa seria, pues a los perros hay que sacarlos a pasear dos veces al día y no soportan la soledad.
Esa mañana de resaca me armé de valor, le puse un lazo y salí con él a enfrentar al mundo. Durante las primeras caminatas nos mirábamos con desconfianza hasta que asumimos que el destino nos había juntado. Y al mismo tiempo en que me convertí en madre adoptiva de un ser vivo fui dejando de ser invisible.
En cada calle hacíamos nuevos amigos. “Qué bonito chiquito, ¿cómo se llama?”. “¿Qué raza es? ¿Cuántos años tiene?”. “Es hombrecito o hembrita?”. “Yo tenía uno igual, pero se murió y todavía no lo olvido”. “El mío es juguetón, pero no muerde”.
Así, de ser nadie pasé a ser La Mamá de Goyo.
Mi nuevo huésped pronto me insertó en su nuevo círculo social a pesar de que siempre ha sido un follower sin personalidad, su única aspiración en la vida es ser acariciado y su única gracia es eructar tras cada bocado.
Una temporada él y yo perdimos popularidad: fue mientras vivíamos con un chef argentino a quien los vecinos culpaban de haberlo hecho pretencioso como él porque ya ni la cola les movía.
A saber.
Vivo en un barrio donde la señal de los pasos peatonales es una silueta humana con un perro. Donde los restaurantes autorizan la entrada a animales. Donde las clases de pilates parecen conciertos caninos porque cada alumna amarra una mascota a la pata de su transformer. Donde los solteros socializan en las noches hablando de vacunas antirrábicas, croquetas light y limpiezas dentales mientras sus peludos hijos corren en pandilla por el parque. Donde los vecinos declaran la guerra a quien no levanta una caca. Donde fácilmente se aprobaría la pena de muerte a quien muestre ser mala madre de un Goyo cualquiera. Donde existe un establecimiento donde al festejado y a sus amiguitos les sirven croquetas gourmet.
Vivo en una colonia de Perros ‘Mirreyes’: cada establecimiento tiene un plato metálico en la entrada que ofrece agua a los canes sedientos, pero que tiene vigilantes listos para impedir que se acerquen niños indigentes. Ni siquiera a pedir agua.