La defensa de los derechos humanos está plagada de gestos y habitada de vidas. Personas normales, con vidas propias, a las que un episodio las marcó, las hizo almas inquietas. Ya no fueron las mismas. Fueron tocadas por una experiencia. Se convirtieron en testigos. La injusticia les despertó la indignación al ver la voracidad de unos encima de otros, la amputación de derechos, las leyes de los más fuertes. Decidieron intervenir. Cuidar a otros. Y casi sin saberlo, y siempre sin planearlo, se estrenaron como defensoras y defensores de derechos humanos. En cuidadores de los demás.
La conciencia ya nunca les dejó de punzar. Su voz tan preñada de verdades se hizo incómoda. Otros los convirtieron en enemigos (su causa les resulta intolerable). Todas, todos, recibieron (y reciben) amenazas. Y aunque podían haberse escondido de las amenazas en casas tapiadas, tras cercas y barrotes, poner varios países de por medio, sacrificar la voz, o quedarse en el cómodo lugar de la indiferencia, decidieron seguir. En el cálculo que nunca se hace de la lucha por la dignidad de todos valía la pena arriesgar el propio pellejo.
Cada una de las personas defensoras representa un derecho negado, prohibido, pisoteado. Encarna esa peligrosa labor de quitarle espacio a la muerte. Y no son pocas: Donde hay injusticias, en este México tan habitado por el dolor, constantemente florecen.
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“Soy un ciudadano común y corriente, sólo quiero felicidad para todos”, se les escucha decir cuando les preguntan de qué madera están hechas, qué hilos distintos las tejieron. Y sí, son cualquiera, pero son diferentes. Son personas despiertas, transformadas por la experiencia de los otros en quienes se reconocieron. Vigilantes de lo comunitario.
Su vida está guiada por esa lucha por la dignidad siguiendo las leyes de su corazón y desafiando el mandato del miedo. La vida en peligro siempre les cobra un precio.
Si su voz se apaga todos perdemos algo: un modo de ver, un color, una especie, la manera de estar en la tierra. Se extingue un río, un parque, un paisaje. Se pone en juego la risa de las mujeres, la inocencia de los niños, la posibilidad de escribir sin ser asesinado. Se borran pueblos del mapa, y su gente, y sus raíces y sueños. Se pierden derechos a casarse, a ser considerado persona en vez de delincuente, a cambiarse de sexo, a opinar sin mordazas, a hacer el amor sin miedo. Se deja de tener noticias sobre quienes sufren. Caducan libertades.
Si ellas y ellos son silenciados se extingue del horizonte lo posible. No quedaría quién denuncie lo que pasa y anuncie cómo la realidad puede ser cambiada. Si no están la vida pierde terreno. Porque son ese antídoto contra el veneno que va invadiendo la sangre de este país.
A nosotros nos toca cuidar a estas personas que nos cuidan. Cuidándolas defendemos nuestra felicidad y vamos avanzando en el camino de la construcción de dignidad. Ellas y ellos están también en nosotros. Sus historias no son de vidas ejemplares, sino ejemplos de conciencia. Que cundan. Como indica la campaña: #HazQueSeVean.