Ahora sí me cayó el chahuistle, la furia de Tláloc o el méndigo karma por andarme quejando, como quieran llamarle, el punto es que la #tormentaperfecta (una de tantas) me tocó en el peor lugar posible: Santa Fe.
Fue por ahí donde estas #crónicas se gestaron, nacieron y se reprodujeron en Twitter cada mañana durante mi trayecto a la oficina. Durante cinco años, de lunes a viernes, de 7 a 8:30 –dependiendo el tráfico-, usted podía sintonizar mis rabias, frustraciones y angustias desde el peor embudo godín posible: Constituyentes.
Cuando esa vida me dejó, juré no volver… hasta que no tuve remedio. Para ir a Santa Fe, primero fue necesario cambiar de taxi tres veces, hasta que uno aceptó “subirme”, siempre y cuando siguiera su ruta (es decir, el viaje incluyó bonito paseo por los pueblos aledaños a la zona); llegué 20 minutos tarde, y “se cobró” unos pesos extra “porque me bajo sólo”.
Para el regreso, estaba decidida a usar Uber, pa’no errarle, pero apenas iba abriendo la app cuando me cayeron tremendas gotas. Entonces se abrió el cielo y escuché una voz: “Súbase, güerita”, mientras una mano apuntaba al #taxi, y ahí te voy, porque ya estaba empapándome y “¿qué puede pasar? Seguro es de sitio”, y lo era, pero de taxis de la muerte.
Para quien no sepa, los taxis de la muerte son una solución (sic) de transporte improvisado (como tantas cosas) en Santa Fe; diario transportan a chorromil valientes a una velocidad irreal, considerando las condiciones (se mueven mucho más rápido que cualquier otro vehículo).
Su promesa de campaña: de Santa Fe a Tacubaya en 30 minutos o menos (y viceversa). Con cuatro pasajeros a bordo, de a 30 pesos por cabeza, los choferes ganan libres –según algunos cálculos- 100 pesos la hora, nada mal, sobre todo considerando que son la opción más rápida, pues el Ecobus y los micros hacen al menos el doble de tiempo en el mismo recorrido.
Y ahí anduve, en reversa, pasándome altos, en convoy de tres autos para “abrirnos paso” y con el taxista pasándome la franela durante todo el camino para que limpiara la ventana del copiloto y pudiera espejear. Pese a la lluvia cumplieron la promesa y en media hora llegamos al infierno: Tacubaya, donde cada mañana se marchitan miles de trabajadores y donde en las noches de lluvia el agua apestosa arrasó con el resto de la dignidad de esos trajes oficinescos.
#yoconfieso que el sueño oculto de mi vida godín fue que mis jefes conocieran Tacubaya, siempre quise llevarlos de tour, pero nunca me atreví a invitarlos a gozar del bonito tendido de puestos fijos y semifijos y sus respectivas lonas, clientes, gritos, bajo el cual el sistema de transporte público parece desaparecer.
Pero como en las peores circunstancias pasan cosas buenas, fue justo en ese atroz escenario donde encontré una mirada compasiva: luego de dar tres vueltas sobre mi eje, fui la persona más ridícula del mundo cuando pregunté a un taquero: “Disculpe, ¿dónde está el Metrobús?”, compasivo y un tanto risueño, me indicó el camino para huir de la muchedumbre que intentaba abordar un transporte que la devolviera a su hogar, luego de cenar o hacer sus compras entre las interminables filas de puestos. Podría quejarme de la inmundicia y la injusta miseria, pero ¿sirve de algo?