No gobierna, pero tampoco requiere ayudas gubernamentales. Tampoco resulta útil para cambiar la balanza electoral: su voto sale más caro que una tarjeta de Soriana. A nivel periodístico, no ocupa las primeras planas, a menos que le ocurra algo insólito, por ejemplo: ser damnificado accidental durante sus vacaciones acapulqueñas. La clase media se recupera pronto: tiene que checar tarjeta, atender el negocio, sacar a pasear al perro.
Los de clase media trabajamos duro porque si nos esforzamos podremos subir uno o dos peldaños en la escala socioeconómica. “‘¡Asalariados!”, nos espetó una lady infame; era un insulto. Terminamos la carrera, tenemos un empleo y podemos ser gerentes, y si nos aplicamos, subdirectores. Le rascamos al final de la quincena, pero la libramos y nos dimos nuestro lujito: el restorán, el concierto de la banda ochentera, el diplomado. Si la hipoteca no nos ahorca, un día no nos sentiremos discriminados por esos primos insoportables de la clase media alta que han viajado a Europa, tienen autos más grandes y ya son subdirectores. La clase media es un paso, y no queremos ni pensar que pueda ser hacia abajo.
Del año 2000 a 2010, dice el INEGI, la clase media mexicana creció alrededor de 4%, pero son cifras que aún no muestran los estragos de los últimos años: la guerra contra el narco, el catarrito de la crisis económica mundial, o el regreso del PRI. Ahora nos amenaza una reforma fiscal. Si no nos administramos bien, va a golpear en el largo plazo por dejar de pagar el seguro médico o el del auto; por ya no ahorrar para el retiro, o la universidad de los hijos. Va a limitar nuestras vacaciones, compras de ropa o idas a restoranes, conciertos, terapia, salón de belleza… El perro por primera vez entenderá algo el día que lo regalemos. Gastos suntuarios, dicen, pero mantienen la economía en circulación, generan empleos, cultura y reparten la riqueza. La del país, no la del gobierno (no es lo mismo).
Tenemos un aparato estatal obeso, burocrático, ostentoso, depredador y corrupto que no quiere adelgazar. Un estado que en su gigantismo da empleos, pero en su mayoría empleos improductivos, que no hacen crecer a la economía, y que pagamos la clase media, con más impuestos.